En la avenida Doremus, la única vida posible parece estar en los camiones estilo Freightliner que se detienen en la gasolinera, o en el Volkswagen que se desplaza al suroeste. Allí, el mundo luce de metal, tan industrial y herrumbroso que da miedo. Sobre la carretera se extiende el cielo gris de Newark, en el condado de Essex, Nueva Jersey, surcado a cada rato por aviones que en minutos llegan al Aeropuerto Internacional Newark Liberty, el único lugar del Estado que llegan a conocer los turistas, que cogen sus maletas y aterrizan por su cuenta en Manhattan. Todo esto tiene sentido en el cálculo geográfico de los políticos y los inversores: si en unos meses se inaugura en la avenida Doremus el primer centro de detención para migrantes de la era Trump, el aeropuerto para trasladar a los futuros deportados les quedará a menos de tres kilómetros, 15 minutos en bus, un paseo, un salto.
Así lo ha explicado Caleb Vitello, director en funciones del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE), quien aseguró a finales de febrero que la ubicación del Delaney Hall no solo “agiliza la logística”, sino que “ayuda a facilitar el procesamiento oportuno de los individuos bajo custodia mientras perseguimos el mandato del presidente Donald Trump de arrestar, detener y expulsar a los extranjeros ilegales de nuestras comunidades”.
Pasado el mediodía, se divisan las primeras personas de la avenida Doremus, la prueba de que hay vida humana entre tanto hierro y asfalto. El señor mayor que barre los alrededores de una factoría lanza un saludo amable. Se siente un olor fuerte, nauseabundo, dice que llega de la planta de Passaic Valley Sewerage Authority, al otro lado de la avenida. La tasa de visitas a la sala de urgencias por asma en Newark triplica a las del resto de New Jersey, y más de una vez los ambientalistas han pedido a las autoridades que se encarguen del aire que respira la gente. El señor sabe mucho del área, pero muy poco del Delaney Hall, el edificio compacto y opaco que se alza a su derecha, y en el que se siente un silencio petrificante. Asegura que el local ha estado cerrado por años, pero que va a abrir pronto.
Aunque hay una tranquilidad feroz, del sitio entran y salen todo el tiempo autos que no permanecen mucho en el lugar. El guardia de seguridad, quien muy cortesmente se niega a hablar, les abre la puerta a cada rato. Están realizando exámenes de alcohol y droga, verificación de antecedentes penales, entrevistas al futuro personal del Delaney Hall, a los trabajadores del centro de detención de migrantes más grande de la región, ubicado en un barrio cargado de emigrantes, que contará con más de 1.000 camas en las que dormirán las personas detenidas por ICE. El centro albergó reclusos entre 2011 y 2017, luego cesó sus funciones.
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