Cuando a Gloria le da sueño y apaga el televisor, la casa se queda en silencio. Arrastra los pies por el pasillo hasta que llega a su dormitorio, a oscuras, y prende una lamparita. Hace seis años que vive sola. Sus hijos y sus nietos se fueron de Venezuela y no tiene pinta de que vayan a volver. En 1998 votó por Hugo Chávez. En esa época veía Aló Presidente, el programa que presentaba el líder bolivariano y se emitía a cualquier hora, hasta cinco veces al día, y se reía con sus ocurrencias.
Ese hombre tenía para todo el mundo. De repente se ponía cantar, a recitar poesía, a golpear en el aire con un bate de béisbol. Era un caso. Con el tiempo, Gloria (no da su apellido por seguridad) se desilusionó con la revolución bolivariana y prefería sintonizar novelas. Nicolás Maduro no le gustó nunca. El domingo pasado fue a votar con unas amigas, temprano. Por la tarde siguió el final de la jornada en una cadena nacional. Pasó las horas despistada, con ese ruido de fondo de los locutores, enviando y recibiendo memes, cadenas en WhatsApp, viendo vídeos en TikTok. Algunos le indignaban, otros le sacaban una carcajada. Eran las 00.10 del lunes y andaba con sueño cuando vio en la pantalla que conectaban con el Consejo Nacional Electoral (CNE), que estaba a punto de anunciar el ganador de las elecciones presidenciales. En el encuadre apareció Elvis Amoroso, su presidente.
Había comenzado 24 horas atrás. La gente, desde la madrugada del domingo, había empezado a llegar a los centros de votación. Llevaron sillas plegables y mesas en las que jugaron a las cartas. Tenían que elegir entre Nicolás Maduro, el presidente, el continuador de Chávez, el último muro de la revolución; y Edmundo González, lo opuesto, el cambio, el golpe de timón para Venezuela después de 25 años de chavismo. Los dos bandos llevaban toda la campaña diciendo que iban a ganar. Unos enseñaban unas encuestas, los otros, otras. Sin embargo, en el ambiente flotaba que el oficialismo se había desgastado en todo este tiempo, un mar de minutos y horas de polarización política extrema, de formas autoritarias, de la toma de parte de las instituciones, de la persecución a los opositores. Edmundo González, pero sobre todo María Corina Machado, la verdadera líder de la oposición, vetada para estas elecciones, habían logrado mover a una gran parte del país. El chavismo no había dicho tampoco su última palabra. A la hora de la verdad también movilizó a su base, a los empleados públicos, a los contratistas del Estado y a sus familias.
Por eso, a Jennie K. Lincoln, la directora para las Américas del Centro Carter, una de las pocas organizaciones autorizadas a realizar una misión de observación el día de las elecciones, le sorprendió la quietud en el CNE, situado en un edificio en el centro de Caracas, en una plaza con un busto de un Simón Bolívar que mira de espaldas. Ella observaba sus salas enmudecidas a través de una pantalla desde el hotel Renaissance, donde aguardaba con su equipo de diez personas más. Llevaban un mes preparando este día. Se habían reunido con los equipos de los dos candidatos, habían verificado el sistema, dispuesto otro pequeño comando en otras partes del país. Habían revisado encuestas que repasaron con escepticismo. Y, llegado este momento, no entendían muy bien lo que pasaba. No había pantallas con datos, números, gráficas que suben o bajan en función de la información que va llegando. Solo cinco sillas vacías en una sala desierta. Lincoln nunca ha vivido antes una situación parecida, ni en Brasil ni en Colombia, las últimas elecciones que había observado. A las diez de la noche ya debería haberse hecho público el escrutinio final, pero nadie decía nada. Se vivían horas de confusión. Lincoln bajó al restaurante del hotel a por comida. La noche iba a ser larga.
Cuando a Gloria le da sueño y apaga el televisor, la casa se queda en silencio. Arrastra los pies por el pasillo hasta que llega a su dormitorio, a oscuras, y prende una lamparita. Hace seis años que vive sola. Sus hijos y sus nietos se fueron de Venezuela y no tiene pinta de que vayan a volver. En 1998 votó por Hugo Chávez. En esa época veía Aló Presidente, el programa que presentaba el líder bolivariano y se emitía a cualquier hora, hasta cinco veces al día, y se reía con sus ocurrencias. Ese hombre tenía para todo el mundo. De repente se ponía cantar, a recitar poesía, a golpear en el aire con un bate de béisbol. Era un caso. Con el tiempo, Gloria (no da su apellido por seguridad) se desilusionó con la revolución bolivariana y prefería sintonizar novelas. Nicolás Maduro no le gustó nunca. El domingo pasado fue a votar con unas amigas, temprano. Por la tarde siguió el final de la jornada en una cadena nacional. Pasó las horas despistada, con ese ruido de fondo de los locutores, enviando y recibiendo memes, cadenas en WhatsApp, viendo vídeos en TikTok. Algunos le indignaban, otros le sacaban una carcajada. Eran las 00.10 del lunes y andaba con sueño cuando vio en la pantalla que conectaban con el Consejo Nacional Electoral (CNE), que estaba a punto de anunciar el ganador de las elecciones presidenciales. En el encuadre apareció Elvis Amoroso, su presidente.
Había comenzado 24 horas atrás. La gente, desde la madrugada del domingo, había empezado a llegar a los centros de votación. Llevaron sillas plegables y mesas en las que jugaron a las cartas. Tenían que elegir entre Nicolás Maduro, el presidente, el continuador de Chávez, el último muro de la revolución; y Edmundo González, lo opuesto, el cambio, el golpe de timón para Venezuela después de 25 años de chavismo. Los dos bandos llevaban toda la campaña diciendo que iban a ganar. Unos enseñaban unas encuestas, los otros, otras. Sin embargo, en el ambiente flotaba que el oficialismo se había desgastado en todo este tiempo, un mar de minutos y horas de polarización política extrema, de formas autoritarias, de la toma de parte de las instituciones, de la persecución a los opositores. Edmundo González, pero sobre todo María Corina Machado, la verdadera líder de la oposición, vetada para estas elecciones, habían logrado mover a una gran parte del país. El chavismo no había dicho tampoco su última palabra. A la hora de la verdad también movilizó a su base, a los empleados públicos, a los contratistas del Estado y a sus familias.
Por eso, a Jennie K. Lincoln, la directora para las Américas del Centro Carter, una de las pocas organizaciones autorizadas a realizar una misión de observación el día de las elecciones, le sorprendió la quietud en el CNE, situado en un edificio en el centro de Caracas, en una plaza con un busto de un Simón Bolívar que mira de espaldas. Ella observaba sus salas enmudecidas a través de una pantalla desde el hotel Renaissance, donde aguardaba con su equipo de diez personas más. Llevaban un mes preparando este día. Se habían reunido con los equipos de los dos candidatos, habían verificado el sistema, dispuesto otro pequeño comando en otras partes del país. Habían revisado encuestas que repasaron con escepticismo. Y, llegado este momento, no entendían muy bien lo que pasaba. No había pantallas con datos, números, gráficas que suben o bajan en función de la información que va llegando. Solo cinco sillas vacías en una sala desierta. Lincoln nunca ha vivido antes una situación parecida, ni en Brasil ni en Colombia, las últimas elecciones que había observado. A las diez de la noche ya debería haberse hecho público el escrutinio final, pero nadie decía nada. Se vivían horas de confusión. Lincoln bajó al restaurante del hotel a por comida. La noche iba a ser larga.
El primer boletín se retrasa cuatro horas. Amoroso, pasada la medianoche, ya 29 de julio, habla de una victoria de Maduro, 51,2% frente a Edmundo González, 44,2%. Después dirá que ese retraso se produjo por un ataque cibernético, el fiscal agregará que se ejecutó desde Macedonia del Norte (el Gobierno de ese país lo niega). Nunca quedará claro cómo ese hackeo afectó a las actas, y si ese es el motivo último de que estén ocultas a día de hoy. Lincoln, del centro Carter, aguardaba en el hotel a que las mostraran, quería ver los datos. Siete días después, son las 18.30 en Atlanta, la ciudad en la que vive y a la que regresó desde Caracas, hace 25 grados y hay previsión de lluvias, y todavía no ha visto las actas.
El domingo, Tarek William Saab, el fiscal general, votó y después se trasladó a la sala situacional de la Fiscalía. En los noventa, Saab fue a la cárcel a visitar a Chávez, encerrado por fallido golpe de Estado en 1992, y le entregó sus poemarios. Al comandante le gustaron y al salir, cuando puso en marcha la revolución bolivariana, siempre tuvo cerca a Saab, que ahora ha escalado hasta encontrarse ahí delante de pantallas, teléfonos y ordenadores, controlando la seguridad del país, manejada con puño de hierro por el chavismo. Un mazo que cae contra los que no profesan con la idea revolucionaria. La jornada se desarrolló en paz, pero él estaba atento por si se producían disturbios, que, por supuesto, solo podían ser de la oposición, según él. William (que habla a condición de no dar el nombre completo), en Maracaibo, una ciudad en la que gobierna la oposición, votó a Maduro y se fue pronto a casa porque dice que tenía miedo. Días después dirá que es verdad, que no se han entregado las pruebas de la victoria, pero que Venezuela ha sufrido mucho a manos de las potencias extranjeras que le han aplicado sanciones, como Estados Unidos. Esta, piensa, no era una contienda justa, así que tampoco lo será el resultado.
Y así pasaron unos minutos después de medianoche. Amoroso salió con un papel en la mano y anunció a Maduro como ganador. Después se sabrá que ese documento que sostiene en sus manos debería haber salido de la sala totalizadora, una habitación en la que se imprimen solo los resultados, la suma es automática, pero que en realidad se imprimió en su despacho. A Gloria, la señora que vive sola, le salió del alma gritarle al televisor: “¡Nos robaron!”. Escuchó otras voces de indignación en la calle y se asomó. Pronto empezarían a sonar las cacerolas.
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