El doctor Delfín tiene 54 años y, aunque ha perdido completamente su acento, es cubano. En el 98 se graduó en su país natal como cirujano plástico y llegó a Venezuela en el 99, donde vive desde entonces. A su consulta en Caracas van mujeres de todos los estratos sociales porque la belleza, en Venezuela, no entiende de clase. No importa donde hayas nacido o cuánto dinero tengas en la cuenta corriente, la cirugía es un peldaño arriba hacia el reconocimiento impuesto por la vecina, por las telenovelas que continúan siendo prime time y por una misma.
Por Esther Yáñez / VICE
“Operarse es una cuestión de estatus social y para la venezolana es muy importante alcanzarlo”, explica el doctor Delfín sentado en su mesa impoluta del consultorio acostumbrado a las multitudes en la sala de espera. “Muchas vienen y me dicen: ‘yo quiero estar así’, y me enseñan fotos de sus amigas operadas. ‘Quiero estar como ella, pero mejor. Quiero lucir más bonita que ella’. Ese es su deseo y no importa lo que tengan que hacer para conseguirlo”, sostiene. La venezolana es coqueta, competitiva y cultiva el parecer con mimo y estrategia.
La ubicación de la consulta de este cirujano, en el corazón de una ciudad llena de ruido, con calles abarrotadas de la algarabía propia de la furia caraqueña, en mitad del asfalto de paso obligado para casi todos, es perfecta para satisfacer ese abanico de posibilidades de clase entre sus pacientes. “Hasta aquí llegan muchas mujeres de estrato bajo que priorizan su operación frente a tener una mejor casa, unas mejores condiciones de vida o incluso frente a la alimentación. Y consiguen el dinero como sea”, explica el cirujano.
La crisis económica no ha afectado el número de cirugías estéticas. La pandemia por el coronavirus sí, aunque sigue siendo un negocio sumamente rentable. Antes de la cuarentena, el doctor Delfín podía llegar a realizar hasta seis operaciones al día. Ahora, debido a las exigencias de seguridad biosanitaria opera solo tres veces por semana, un máximo de tres pacientes al día. Los turnos están llenos y sus redes sociales explotan. “Casi todas me contactan por Whatsapp o Instagram, aunque manejo mucho el boca a boca y vienen muchas amigas o familiares de mujeres que ya he operado”.
Numerosas venezolanas salen del país para trabajar y conseguir dinero y vuelven a operarse a Caracas o a las principales ciudades.
Es el caso de Michelle, una joven de 23 años que se operó con el doctor Delfín en enero de este año. Se hizo una lipoescultura con minidermo y transferencia a los glúteos. “La grasita que me sacaron del cuerpo me la inyectaron en los glúteos. Te estiran la piel, te cortan y te cosen de nuevo”, explica la joven.
Aunque vive en Venezuela, trabaja en un restaurante en Bahamas. Va, hace dinero, dólares, manda remesas a su familia, mantiene a su hijo de cuatro años, vuelve a Venezuela y se vuelve a ir. Es su vieja y nueva normalidad, aunque ahora está atrapada en las Bahamas por el cierre de fronteras. Así juntó los 1.900 dólares que le costó su operación. Tardó un año en reunir los billetes y durante ese tiempo no gastaba más que lo estrictamente necesario para conseguir su objetivo. El doctor Delfín es económico incluso dentro de los estándares venezolanos; y operarse en Venezuela puede llegar a ser hasta tres veces más barato que en otros países. La operación de Michelle en Colombia, por ejemplo, no baja de los 3.000 dólares.
La joven contactó al cirujano a través de Instagram y se decidió. “Antes de operarme estaba acomplejada. Cuando iba a la playa no me podía poner trajes de baño chiquitos y la ropa no me quedaba bien. No era una persona deprimida, pero llegaban esos momentos en los que me quería poner algo y no podía y eso me tenía traumada”, cuenta. “Un día me dije a mí misma: quiero, quiero, quiero, y ya”.
Ahora está feliz. Ocho meses después de la operación su estómago continúa plano; sus glúteos lucen altos, pulcros y turgentes, y el mismo bikini se le ve completamente distinto en fotos que tienen apenas un año de diferencia entre sí. Mantenerse no le supone grandes esfuerzos: “He mejorado mi alimentación y trato de comer más sano, pero no hago ejercicio porque soy floja para eso”, sostiene. “Lo peor fue el postoperatorio”. Fueron varios meses de masajes linfáticos dolorosos (incluidos en el precio), pero ha merecido la pena.
“De chiquita yo tenía una madrina y cuando yo tenía ocho años se operó, y una amiga de mi mamá también. Yo siempre las veía y estaban todas buenotas y yo era como una amiguita más para ellas; y pensaba que cuando fuera grande tenía que estar igualita”.
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Alberto Newsria