María abraza a Ronald, su hijo de 13 años, tan fuerte que sin palabras expresa la incertidumbre de no saber si será la última vez que lo tendrá entre sus brazos. Después de varios segundos se escucha decirle entre el ahogo de las lágrimas: “Dios lo bendiga mijo, no olvide que lo hago porque lo amo”.
Mientras en el mundo entero amigos y familiares se daban fuertes abrazos de feliz año y empacaban maletas para viajes vacacionales, en municipios de Arauca las calles estaban vacías, no hablaban entre unos y otros. La mayoría de los hogares donde había al menos un adolescente necesitaba empacar maletas para enviarlos tan lejos como pudieran de la guerra.
María abraza a Ronald, su hijo de 13 años, tan fuerte que sin palabras expresa la incertidumbre de no saber si será la última vez que lo tendrá entre sus brazos. Después de varios segundos se escucha decirle entre el ahogo de las lágrimas: “Dios lo bendiga mijo, no olvide que lo hago porque lo amo”.
Mientras en el mundo entero amigos y familiares se daban fuertes abrazos de feliz año y empacaban maletas para viajes vacacionales, en municipios de Arauca las calles estaban vacías, no hablaban entre unos y otros. La mayoría de los hogares donde había al menos un adolescente necesitaba empacar maletas para enviarlos tan lejos como pudieran de la guerra.
Con desespero querían liberar a sus niños de la muerte que genera estar en un territorio en el que convergen guerrilleros del ELN y combatientes de las disidencias de las Farc. En las primeras 48, después de la masacre que se vivió en el departamento de Arauca —en la que al menos 50 personas fueron sacadas de sus casas y desaparecidas, de esas se han encontrado 27 cuerpos con tiros de gracia abandonados en las carreteras—, decenas de padres de familia de diferentes veredas llegaron a las personerías de Cravo Norte, Tame y Fortul pidiendo ayuda, advirtiendo que menores entre 13 y 16 años de edad estaban en peligro.
Por un lado, las guerrillas querían cobrar con la sangre de seres queridos e inocentes la supuesta traición de sus enemigos; y por otro lado, necesitaban reclutar nuevos guerrilleros, en su mayoría, menores de edad para entrenarlos desde pequeños y ubicarlos en el anillo de seguridad más cercano a los cabecillas y así dificultar las labores del Ejército Colombiano.
Cualquiera de los dos panoramas pintaba tan negro como las almas de quienes utilizan a los niños para saciar sus caprichos.
María fue solo una de las mujeres que le pidió al ministerio público ayuda. Necesitaba que se llevaran a su hijo lejos de casa, lo hizo con el instinto de proteger a su más amado. A él, los guerrilleros ya lo habían buscado para hablarle de la lucha social que solo se conseguía ganar, según ellos, con las armas, y de supuestas mejores oportunidades que con tan solo 13 años le podría brindar a su familia. “Igual, por las buenas o por las malas estará en nuestras filas”, le advirtieron al niño la última vez que lo abordaron camino a casa.
“Yo no quiero que sea el próximo en aparecer por ahí, tendido en el piso con disparos en la cabeza”, dijo el padre de otro menor. “No les voy a dar más hijos a la guerra, al mayor me lo cogieron hace cinco años los del ELN y no he vuelto a saber de él y a mi niña de 14 también me tocó sacarla porque estaban detrás de ella”, dijo Carmenza dejando claro que su tercer hijo, de 15 años, merece un futuro diferente.
El peligro de que los menores sean reclutados de alguna u otra manera es latente, por eso el personero de Tame, Juan Carlos Villate, no dudó en gestionar una misión humanitaria para sacar a los menores del territorio; contó con el apoyo de los personeros de Cravo Norte, Fortul, algunas ONG y uno que otro aliado.
El 4 de enero de 2022 a las 11:00 p. m. se comunicó con los padres de familia y les dijo que sus hijos serían llevados a Bogotá a Benposta, donde tendrían hospedaje, alimentación y estudio mientras terminaban el colegio, con el apoyo de ACNUR. También, que pasarían al menos un año sin verlos, por seguridad.
Una decena de familias aceptó la oferta.
Esta sería una operación casi secreta. En los territorios no saben en quién confiar. Mientras las personerías organizaban una estrategia para no poner a los niños en peligro al momento de sacarlos, los padres revoloteaban haciéndoles las maletas. En bolsas con cremalleras —una especie de maleta plástica, que vale cerca de 15 mil pesos— empacaron cobijas, artículos de aseo y algo de ropa. La mayoría de los niños y sus familias no habían salido nunca de su tierra, así que recorrer 548 kilómetros por carretera se convertiría en una verdadera travesía.
Jhon, uno de los niños que sería rescatado, no tenía ropa para clima frío, así que su mamá empezó a pedir dinero prestado a uno que otro vecino y a primera hora del 5 de enero fue a Tame a comprar un buso, tenía el tiempo justo para llegar a la cita.
El personero les había anunciado que a las 11:00 a. m. pasaría por ellos. Era la hora más segura, pues se temía que los delincuentes los emboscaran y todo terminara en una tragedia, además porque entre los niños había menores que ya se habían escapado de las filas de las guerrillas y estaban siendo buscado para asesinarlos, así que si viajaban de noche, cuando supuestamente nada se ve, se correría más riesgo.
La personería contrató una buseta de servicio público para pasar desapercibidos, le puso unas calcomanías en las que advertían que era un espacio libre de armas de fuego y citó a algunos de los niños frente a la escuela de la vereda, de la que SEMANA se abstiene de dar el nombre por seguridad de las familias.
Siete niños estaban sentados en el andén con sus mamás al lado, algunas llevaban bebés en brazos y tenían en el piso las maletas. Cuando vieron la buseta se amalgamaron la esperanza y el dolor. Unos sonreían con el ojo aguado, otros simplemente en silencio se abrazaban, como María y Ronald. Y en cuestión de segundos el ambiente fue un ambiente de consejos.
Una mamá preguntaba: “¿Ya fue al baño?”; otra consolaba: “Es lo mejor, allá estará bien”; otros aconsejaban: “No se preocupe por nosotros, concéntrese en el estudio”, “por allá no se quite el tapabocas”, “cargue el celular”. Y la frase más común: “lo amo”.
No pasaron más de tres minutos y, sin grandes operativos de la fuerza pública, ni helicópteros, ni armas, sino en una busetica de 12 puestos, les empezaron a arrebatar los niños a la guerra. Un hombre que se encontraba en el lugar, antes de que el carro arrancara, pidió un minuto más para orar. Alzó sus brazos y le pidió a Dios protección, los niños y sus familiares inclinaron sus cabezas y se encomendaron. Entre los menores que emprendieron el viaje iban dos niñas.
Quedaban tres cupos, eran de los casos más complejos; para recogerlos fue necesario parar frente al lugar donde estaban escondidos, la puerta del carro tuvo que cazar con la puerta del lugar de donde salieron; la despedida no fue superior a 20 segundos.
Un niño delgado, de estatura menor a la del promedio, de unos 14 años, salió de la casa en la que se escondió durante tres días, con tapabocas, gorra y chaqueta de capota, sin importar los 35 grados de temperatura; lo importante era que nadie lo identificara.
En la puerta estaba su mamá, quien lloraba desconsolada, con su mano derecha diciéndole adiós y con la izquierda tratando de tranquilizar a la una niña de dos años aproximadamente, que a media lengua y entre llanto le gritaba a su hermanito que no se fuera. Él solo tenía los ojos descubiertos y una lágrima se asomó mientras miraba por la ventana cómo se alejaba del calor de hogar.
A partir de ese momento todo fue silencio.
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