La hiperinflación que azota los bolsillos de los venezolano golpea con más dureza a los pensionados que deben sobrevivir con un poco más de un dólar al mes.
Los adultos mayores contrastan las grandes diferencias entre su juventud de bienestar y su vejez de hambre, como es el caso de la señora Norma Mujica.
«Tenía 27 años, me casé y con mi esposo bailaba salsa en las discotecas. Nos gustaba mucho Oscar de León y Celia Cruz. A veces comíamos comida china en algún restaurante y los fines de semana íbamos a la playa o a pasear», expresó a BBC Mundo
Hoy en día tiene 67 años, su pensión equivale a 1,30 dólares y cada día sigue bajando por la devaluación del bolívar.
Norma ha vivido toda su vida en el 23 de Enero donde pudo levantar su casa con esfuerzo junto con su marido, algo que hoy en día sería misión imposible con los ingresos que tiene.
El periodista de la BBC Víctor Salmerón conversó con esta abuelita que en 2000 recibió una pensión de invalidez tras sufrir un ACV.
Para ese entonces, la pensión de Norma equivalía a US$172 mensuales que le permitían cubrir todas sus necesidades básicas.
«Compraba suficiente comida, pagaba el teléfono, las medicinas y además mi esposo trabajaba», cuenta.
En 2015 el esposo de Norma falleció y la pensión se convirtió en su único ingreso.
Tras la escalada del dólar, los bolívares que recibe Norma por su pensión apenas representan US$1,3 al mes. Aparte recibe primas por antigüedad, un extra por jubilación y bonos que el gobierno reparte para tratar de aliviar el deterioro. Pero al sumar todo su ingreso puede llegar a los US$5 mensuales, que alcanzan para comprar un kilo de carne.
Entre sus prioridades no está, sin embargo, la carne, sino la pastilla que debe tomar diariamente para regular la tensión arterial.
Se las entregan en Farmapatria, el sistema del Estado para el reparto de medicinas, pero no siempre las recibe a tiempo. Por eso ahorra para esa eventualidad.
«Lo poco que me dan lo voy juntando para comprar las medicinas cuando haga falta. No me alcanza para una caja completa, pero al menos compro media caja, que trae 20 pastillas».
Explica que los médicos le han advertido que debe regular la tensión arterial para minimizar el riesgo de otro accidente cerebrovascular. «Gracias a Dios solo pocos días he estado sin la pastilla. Algunas veces mi hijo ha hecho un esfuerzo y me compra algunas. Cuando no la tomo no puedo dormir, me da miedo».
Para llegar a Farmapatria camina con su bastón alrededor de un kilómetro y medio hasta la estación del metro más cercana. Al salir de su casa se enfrenta a una bajada pronunciada, en la que es fácil perder el equilibrio.
Luego, atraviesa unas aceras con huecos y desniveles, copadas por vendedores ambulantes y bolsas de basura. Al regreso, la bajada se convierte en una subida que la obliga a descansar continuamente.
En el metro, gratuito para los ancianos, hace un trayecto de tres estaciones.
«Tengo que caminar, si me quedo aquí me voy a quedar postrada en una cama y yo no quiero eso. A veces me duele el pie porque no hace mucho me caí y me doblé el tobillo, lo tengo hinchado, pero yo camino», dice Norma.
Su alimentación depende exclusivamente de las cajas de comida que reparte el Estado a las personas de bajos ingresos.
«La caja llega cada mes y medio. La última vino con dos kilos de arroz, dos paquetes de harina para hacer arepas, dos kilos de pasta, unos paquetes de garbanzos y café. Esta vez no trajo azúcar», explica Norma.
«Hoy me voy a comer de desayuno un bollito de harina, algo de café y un huevo que me regalaron. Al mediodía, garbanzos con algo de arroz y en la noche otra vez garbanzos. Me la paso mareada».
«Hace mucho tiempo que no como carne, pollo, leche; nunca pensé que pasaría hambre en mi vejez y no soy yo sola, muchos en el barrio están igual», agrega.
Su hijo no puede ayudarla ahora.
«Tiene 25 años, está casado y tiene dos hijos. Hasta hace poco estaba trabajando en un restaurante, donde le pagaban sueldo mínimo, pero con lo de la pandemia tuvo que dejarlo; para poder comer está haciendo tortas con su esposa».
De la época en que podía comprar electrodomésticos, Norma atesora una vieja lavadora que todavía le funciona, la nevera y un televisor que le sirve para distraerse. Su temor es que las variaciones en el voltaje de la electricidad y los cortes de luz, que se han vuelto recurrentes en el país, dañen los aparatos.
«Así se me dañó el microondas, ya no prende. Ahora es imposible comprar otro», dice preocupada.
Y no sólo el servicio de luz se ha deteriorado en el barrio.
«Casi siempre estoy dos días de la semana sin agua. Menos mal que cuando vivía mi esposo compró un tanque de plástico que tengo en el baño. Pero el agua está llegando muy sucia, amarilla, por eso tengo que hervirla».
Norma esquiva el tema político, evita hablar de si apoyó o no en algún momento al expresidente Hugo Chávez o si votará en las elecciones parlamentarias previstas para diciembre de este año. Se muestra resignada, sin expectativas de un cambio que alivie su cotidianidad.
«Ya no espero nada bueno, siempre todo es peor», dice.
Con información de BBC
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