«Nos dijeron que caminaríamos unas horas, que empezaríamos a caminar por la noche y al amanecer ya estaríamos […] «Pero no sabíamos con lo que nos enfrentábamos. «Si lo hubiéramos sabido, no nos arriesgamos. No íbamos a arriesgar la vida de nuestros hijos».
Yolanda (utilizamos un nombre falso por petición suya) pensó que quizás les esperaba lo peor a ella, su hija pequeña y otros familiares con los que se perdió en uno de los lugares más áridos del mundo.
El desierto que ocupa la frontera norte de Chile, al que los locales conocen como «la pampa», es una extensión de cerros y quebradas de tierra y roca tan inhóspito que no viven ni animales.
Pero ella y un grupo de una cuarentena de migrantes venezolanos decidieron cruzarlo tras salir de la ciudad peruana de Tacna, intentando alcanzar la ciudad de Arica, en Chile, por uno de los pasos «no habilitados» que separan ambos países.
La frontera oficial está cerrada a las personas debido a la pandemia del coronavirus.
El grupo salió el pasado viernes 11 por la noche, pensando que al amanecer estarían en Arica. Eso es lo que les dijeron los «coyotes» que les cobraron US$150 por, supuestamente, guiarlos y acompañarlos en el viaje.
Pero las cosas no salieron como imaginaban. Al amanecer, los abandonaron. Supuestamente les quedaban tres horas para llegar.
Habían salido con la comida y el agua suficiente para una noche. Y se quedaron solos en un desierto donde a las 10 de la mañana el calor puede alcanzar los 30 grados, y no hay donde resguardarse.
En el grupo, además, había varios niños, incluidos al menos dos bebés.
Yolanda había salido de Venezuela unos 15 días antes, buscando reunirse con familiares que migraron a Chile antes que ella.
Su trabajo de cajera en el estado de Táchira no llegaba para mantener a todas las bocas que dependían de ella.
Recorrió miles de kilómetros en autobús hasta llegar a Tacna, una ciudad de más de 280.000 habitantes en el sur de Perú, en la que cada vez recaen más migrantes venezolanos que buscan llegar a Chile huyendo de la situación de emergencia social que vive el país.
A las complicaciones del clima y el terreno, los migrantes que cruzan por los pasos no habilitados se enfrentan también a una zona con minas que se colocaron durante el régimen de facto de Augusto Pinochet, cuenta a BBC Mundo Gerardo Espíndola, alcalde de Arica.
Espíndola recuerda casos de migrantes que han perdido extremidades al pisar uno de estos artefactos que, aunque el Estado chileno ha hecho esfuerzos por desactivar, no siempre es sencillo encontrar.
Su destino final no suele ser esta ciudad en la que casi nunca llueve, sino otros lugares de Chile.
Pero la cuarentena que sigue en vigor en el país ha causado que muchos migrantes se queden varados y tengan que sobrevivir pidiendo limosna en las calles.
«Veíamos desierto y montañas por todos lados»
La situación del grupo al quedarse solos el sábado por la mañana era ya complicada.
«Estábamos desesperados porque el agua ya se nos estaba acabando. Nos dividimos en tres grupos», le cuenta por teléfono a BBC Mundo esta mujer joven. Detrás se oye el ruido de niños jugando.
[Están ahora en una residencia sanitaria, donde fueron trasladados para ser examinados y pasar la cuarentena por el coronavirus.]
Empezaron a caminar de nuevo. En la tarde, cuando atravesaban un cerro, Yolanda sintió que no podía más.
«Me quedé a mitad de montaña, mientras mis compañeros llegaron a la cima a dejar los bolsos para poder ayudarme a subir.
«Cuando llegamos a la cima, lo que veíamos era puro desierto. Pensábamos que veríamos algo: una carretera, el mar, luces de casas.
«Pero lo que veíamos era desierto y montañas por todos lados, todo desolado.
«Nos empezó a atacar los nervios, la desesperación, porque iba a caer la noche y nosotros ahí, sin comida. Ya no teníamos una gota de agua y nos quedaba solo una lata de atún», cuenta todavía emocionada por la experiencia.
Cuando estaba ahí, en medio del desierto, lo único en que pensaba eran sus padres, que se quedaron en Venezuela, y en la preocupación que tendrían al no tener noticias de ellos durante tanto tiempo.
El grupo se había puesto en contacto con el cuerpo de Carabineros de Chile para pedir auxilio, pero estaban en un sitio tan complicado de acceder que ni la policía ni el ejército habían logrado encontrarlos o llegar hasta ellos.
Al caer la noche, el frío se hizo «insoportable», recuerda Yolanda.
«Nos tocó quemar ropa, objetos, para poder soportar un poco el frío. Pero la fogata no duraba nada prendida. Nos arropamos entre todos. Lo que más nos preocupaba eran los niños», relata.
Al amanecer, el policía con el que estaban en contacto les dijo que los veía a lo lejos. «Estábamos como a tres montañas de donde él estaba».
«Llorando, desesperados, pidiéndole a Dios que no nos abandonara».
Sin agua ni comida
El policía les dijo que era imposible llegar donde estaban, que tenían que acercarse. Llevaban toda la tarde del sábado, la madrugada y la mañana del domingo sin probar una gota de agua y sin comer nada.
A pesar de que casi no tenían ya fuerzas, empezaron a caminar de nuevo.
«Si usted viera, esas montañas son infinitas», dice Yolanda.
Cuando llegaron al pie del último cerro, se pusieron debajo de una roca para que les diera sombra.
Ya habían empezado a escuchar el rugir de las motos que serían su salvación.
Esa mañana, un grupo de motoristas de Team Tuareg, un equipo de aficionados a la aventura, había salido como cada fin de semana a hacer un recorrido por el desierto.
Antes se habían encontrado con dos otros grupos de migrantes extraviados, que les habían alertado de que había más. Los juntaron y avisaron al Ejército de la ubicación para que pudieran encontrarlos.
Se habían quedado impactados a ver a los migrantes pedir desesperadamente agua y comida, con «los labios partidos, la carita roja de los niñitos, y dos bebés», le cuenta a BBC Mundo Fuad Garrido, uno de los motoristas.
«Yo estaba a punto de llorar ahí mismo, de verdad».
Tras socorrer a los primeros grupos, una parte de los motoristas salieron a buscar al que quedaba, en el sitio más complicado.
Bordearon un empinado cerro y, abajo, «en una quebrada donde nadie se podía imaginar que podían estar, ahí estaban, debajo de una piedra», recuerda Garrido.
«Los niñitos se tiraban al suelo», dice este aficionado al motociclismo, quien reconoce que ese día, cuando llegó a casa por la tarde, se desató a llorar.
«Fue muy fuerte», asegura Freddy Lovera, otro de los motoristas que participó en el rescate.
«Gracias a Dios logramos rescatar a todos, y eso es lo que importa».
Los rescatados fueron una veintena, pero los motoristas aseguran que no quedó nadie por sacar del desierto.
Nadie sabe a ciencia cierta qué paso con el resto del grupo inicial que salió de Perú. Probablemente lograron llegar, pero no hay información oficial.
Yolanda cree que el rescate fue obra divina.
«No le diría [que fue] suerte, le diría un milagro de Dios. Dios nos mandó esas personas en el momento exacto y en la hora precisa. Solo un par de horas más y nosotros de verdad no la contamos».
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