Si Gengis Kan, Alejandro Magno o Napoleón Bonaparte levantaran la cabeza, no lo creerían: en el siglo XXI, el instrumento de dominación del mundo es una aguja. La vacuna, única estrategia de salida a la pesadilla vírica, se ha convertido en el recurso más codiciado. Quien la controla luce la corona más deslumbrante, cabalga a lomos del caballo más veloz. No sólo posee el remedio para levantar su economía mientras los adversarios siguen postrados, también tiene el poder para decidir a quién se lo vende o regala.
Si los conquistadores de la antigüedad levantaran la cabeza, verían hoy unas naciones occidentales devastadas por un virus y enzarzadas en un sálvese quien pueda, cuando no directamente en batallas fratricidas, para asegurarse las dosis necesarias para sus propios ciudadanos-votantes. Mientras, las vacunas de China y Rusia emergen como la tabla de salvación para muchos países que, o bien no pueden permitirse las occidentales o, aunque pudiesen, tendrían que esperar meses para acceder a ellas.
Hace tiempo que quedó claro que la carrera por la vacuna iba a ser un pulso político entre las potencias que se disputan la hegemonía mundial. El 11 de agosto, Vladímir Putin anunció que había aprobado la primera vacuna contra la covid del mundo, la Sputnik V, desarrollada por el estatal Instituto Gamaleya. El nombre es toda una declaración de intenciones. Alude a una de las grandes victorias rusas de la guerra fría, cuando en 1957 la URSS puso en órbita el primer satélite, adelantándose a EE.UU.
Sputnik V
Rusia nombró a su vacuna por el satélite que en 1957 logró lanzar antes que EE.UU.
Putin registró la Sputnik V cuando sólo se había completado la fase 2 de los ensayos clínicos. Había urgencia. Urgencia por atajar el virus, pero también por anotarse la victoria frente a sus adversarios.
Tampoco China esperó a la fase 3 para dar luz verde a dos vacunas –la del laboratorio estatal Sinopharm y la de Sinovac, privado– y arrancar la campaña de inmunización. Xi Jinping anunció que la vacuna china sería “un bien global”, prometió una ayuda de 2.000 millones de dólares para África y un préstamo de 1.000 a América Latina para comprar vacunas.
Desde entonces, rusos y chinos han cerrado contratos bilaterales en todos los continentes (ver gráfico). La lista de elegidos es significativa. Gamaleya ha firmado con gobiernos amigos como Bielorrusia, Irán, Venezuela, Argelia, Serbia o Hungría, y con las regiones rebeldes ucranianas de Lugansk y Donetsk (ser prorruso tiene premio). Los chinos, con Indonesia, Filipinas, Emiratos, Bahréin, Egipto, Perú, Brasil y México.
Si para las farmacéuticas occidentales, empresas privadas aunque hayan recibido enormes inyecciones de dinero público, la vacuna es un negocio –Pfizer espera facturar 15.000 millones de dólares sólo en el 2021–, para rusos y chinos el interés geopolítico pasa por encima del comercial, lo que les permite ofrecer mejores precios, incluso regalarla. “Para China, forma parte de su estrategia de soft power . Hace años que ejercen este papel en África, donde han construido mucha infraestructura sanitaria, y también alguna en Oriente Medio o en el Caribe”, señala Marcela Vieira, del Centro de Sanidad Global del Graduate Institute de Ginebra.
La vacunas rusa y chinas pueden ser almacenadas en un refrigerador normal, como la de AstraZeneca (anglosueca), a diferencia de los -70ºC que requiere la de Pfizer o los -20ºC de Moderna, algo “crucial para sistemas sanitarios menos capacitados”, señala Vieira. Y son más baratas, pero el precio no ha sido determinante para que estos países hayan recurrido a Pekín y Moscú, cree la investigadora. “Aunque tengan el dinero, las farmacéuticas occidentales ya han reservado sus dosis para los países más ricos, así que los otros han tenido que coger lo que quedaba disponible”, dice. Vieira, que es brasileña y experta en el acceso (siempre desigual) a las medicinas, celebra como algo positivo que se reduzca la dependencia de estos países de las farmacéuticas occidentales, cuyas prácticas distan mucho de ser intachables.
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