Rose Mary y Jean Carlos duermen desde hace dos meses en una carpa a la orilla del mar Caribe colombiano. Sobreviven allí con sus dos hijos mellizos de diez años y su perrita Candy. Son venezolanos. Llegaron a las playas de Necoclí, Antioquia, con la vida empacada en unas pocas maletas. Su primer objetivo —como el de miles de migrantes de distintas nacionalidades que acampan junto a ellos— es coger una lancha que los lleve hasta Capurganá o Acandí, al otro lado del Golfo de Urabá. Allí les espera la espesa selva del Darién. Deben caminar durante tres días hasta alcanzar la frontera con Panamá. Después tienen por delante un camino largo, caro y muy peligroso rumbo a Estados Unidos. Hasta diciembre vivían en Piedecuesta, Santander, cerca de Bucaramanga, a más de 700 kilómetros de distancia de Necoclí. Allí reciclaban, arreglaban apartamentos y cocinaban en cenas privadas y hoteles elegantes. Lo abandonaron todo por “el sueño americano”.
Por Juan Andrés Hernández Bonilla / El País
En 2023, más de 457.000 personas cruzaron caminando por esa frontera, según información del Gobierno de Panamá y Human Rights Watch. Casi el doble de las 248.000 que pasaron por allí en 2022. Aunque no hay cálculos exactos de 2024, las autoridades locales del Urabá estiman que cada día hay un flujo de entre 1.000 y 2.000 migrantes, concentrados en los puertos de Necoclí y Turbo, en el Atlántico. Con una agravante: muchos no pueden seguir su camino inmediatamente por dificultades económicas, problemas de seguridad o porque las lanchas no dan abasto. Igual que Rose Mary y Jean Carlos, miles de familias venezolanas, peruanas, ecuatorianas, haitianas, cubanas, chinas o afganas permanecen varadas en Necoclí durante semanas o meses. Aguantan hambre, padecen enfermedades y sufren violencia mientras reúnen el dinero para cruzar la selva.
“Yo soy cocinera y mi esposo es chef, pero en Necoclí hemos pasado mucha hambre”, dice Rose Mary a EL PAÍS. “El 8 de enero, cuando llegamos, pesaba 67 kilos. Ahora estoy en 57”. Su esposo pasó de 85 kilos a 74. La perrita también está flaca y deshidratada. Han hecho muchos sacrificios para que sus hijos puedan tener las tres comidas diarias. “El día más duro fue cuando Jean Carlos se puso a llorar y me preguntó por qué lo había traído hasta acá. Estamos en el infierno”, dice la mujer. Él asiente con resignación: “Me dio depresión. Impotencia. No tienes dinero para la comida. Te toca entrar a un baño desastroso, sucio. Es horrible. Yo a veces cocinaba para 800 personas. Los alimentos eran abundantes. Podíamos comer lo que quisiéramos. Ahora no tenemos nada”. A toda la familia le ha pegado duro la playa, el sol y el mar. “A los niños les dio varicela, tos terrible, fiebre, lloraron muchas noches”.
Tiendas de campaña en las playas de Necoclí. CHELO CAMACHO
La semana que pasó fue particularmente difícil en Necoclí. El jueves 22 de febrero, la Policía y la Armada Nacional capturaron a los capitanes de dos lanchas por delitos relacionados con el tráfico de migrantes. Según la Fiscalía, las naves de alta velocidad transportaban de “manera ilegal y en condiciones precarias de seguridad” a 151 migrantes. Las empresas navieras cesaron sus operaciones en protesta. Eso generó un represamiento masivo. Los migrantes siguieron llegando al ritmo usual, pero no podían continuar su camino. Se sumaron unas 5.000 personas en las playas. La comida, el agua potable y el espacio de campamento fueron cada vez más limitados. La situación humanitaria se hizo extrema.
En la tarde del jueves 29, las autoridades del departamento y las empresas acordaron que las rutas, que también transportan a los migrantes que están legalmente en Colombia, se reanudarían en la madrugada del 1 de marzo. Así fue. Este viernes a las 5.00, cientos de personas se agolparon en largas filas en los dos muelles de Necoclí para subirse a las lanchas. En medio de la multitud, todo parecía controlado, pese a que no había policías ni militares. El secretario de Gobierno de Necoclí, Johann Wachert, explicó en diálogo con EL PAÍS que, en virtud del acuerdo, Migración Colombia debe llevar más funcionarios a los puertos “para evitar que haya irregularidades en los viajes y se cumplan las condiciones mínimas de seguridad”. Además, se espera que el próximo miércoles se realice un consejo de seguridad con la policía, la Armada y la Fiscalía para “unificar los criterios y que no se persiga a los capitanes de las lanchas”.
Migrantes esperan en la playa para embarcarse en las lanchas hacia selva del Darién, el 1 de marzo de 2024. CHELO CAMACHO
En la zona, el lucrativo tráfico de migrantes está controlado por el Clan del Golfo, el grupo ilegal más poderoso del país. EL PAÍS habló con al menos 10 personas de Necoclí, de distintas profesiones, y todas coincidieron en que no se movía un dólar, un migrante, ni una lancha sin la autorización de “los dueños del mundo”, como los llamó una de las fuentes. Uno de los hombres que vigila la playa donde están todos los migrantes amenazó al fotógrafo que hizo las imágenes que acompañan este reportaje. El presidente Gustavo Petro afirmó a The New York Times que el Clan del Golfo gana 30 millones de dólares anuales por el negocio migratorio. “Este debe ser uno de los negocios que más dinero le representa a la organización, incluso más que la droga”, dijo a EL PAÍS una fuente del municipio que conoce la situación.
Migrantes caminan por uno de los muelles hacia la lancha que los llevará a selva del Darién para seguir la ruta a Estados Unidos, en Necoclí (Colombia), el 1 de marzo de 2024. CHELO CAMACHO
El secretario Wachert dice no saber de la intervención del Clan en el tráfico de migrantes: “No hemos tenido conocimiento directo ni contacto con esas organizaciones. No podemos validarlo porque no sabemos en qué momento de la cadena pasa”. Sin embargo, la Defensoría del Pueblo publicó en 2023 un informe en el que confirma que esa organización criminal tiene todo el poder en la zona y maneja el narcotráfico y el tráfico de migrantes.
Mientras los ilegales y algunos empresarios locales se enriquecen, los migrantes viven en la miseria. Entre ellos hay tres mujeres trans que, además del dolor de dejar su hogar y la pobreza, han sufrido discriminación. Las iglesias evangélicas, que a veces les dan comida a los migrantes, las ignoran: “Cuando llegamos a la fila dicen que ya se acabaron los almuerzos”, cuenta una de las tres amigas venezolanas que hacen trenzas en el pelo a otros migrantes para completar el dinero del viaje. “Estamos acá por el sueño americano, por operarnos”, dice. Rose Mary y Jean Carlos las han ayudado. Las visitan, les prestan cosas para cocinar, no las discriminan.
Samantha y Shirley, dos mujeres trans venezolanas, trabajan en la playa haciendo trenzas a otros migrantes. Buscan ahorrar para pagar el siguiente paso en su ruta hacia Estados Unidos. CHELO CAMACHO
La pareja de migrantes se turna para trabajar todo el día y toda la noche. Venden café, dulces y cigarrillos. Cada peso que ganan, lo ahorran para completar los 990 dólares que deben pagar para asegurar que los cinco lleguen hasta la frontera (son 330 dólares por adulto y 165 por niño). Candy, la perrita, también va a cruzar la selva en una bolsa especial. “Nos faltan 400 dólares″, dice Jean Carlos con ilusión.
Al lado de la carpa de la familia de Rose Mary y Jean Carlos vive Carmen Rosalía Rojas, quizás la persona de más edad entre todos los migrantes reunidos en la playa. Tiene 64 años, un par de tatuajes desteñidos y es la abuela adoptiva de un grupo de 23 venezolanos que vienen migrando desde Chile. Baila, canta y corre por la playa. “Quiero ir a Estados Unidos a ver algo nuevo. Ya me conozco todo esto. He estado en Ecuador, en Perú, en Medellín y en Bogotá”, recuerda. Albert Díaz, uno de los venezolanos que está con ella, cuenta que se la encontraron en una bomba de gasolina de Bogotá. “Estaba pidiendo dinero, vendiendo caramelos. La vimos llorando porque sus nietos la habían abandonado y le dijimos que se quedara con nosotros”. Eso fue hace más o menos un mes y ahora parecen familia. Albert le carga el bolso con los documentos a Rosalía, no la deja trabajar y dice que van a pasar la selva del Darién juntos. “Le prometí que iba a llegar a EEUU con ella”.
Carmen Rosalía Rojas, migrante venezolana, el 29 de febrero de 2024. CHELO CAMACHO
Es jueves en la tarde y la noticia de que las lanchas vuelven a operar al día siguiente se esparce rápido entre las carpas. Unos migrantes sienten júbilo porque el sueño de llegar al otro lado parece cada vez más cerca. Otros se angustian porque no aún han conseguido el dinero suficiente. Todos tienen miedo de la selva. La organización Médicos Sin Fronteras ha denunciado esta semana un aumento en los ataques que sufre la población migrante en el paso por el Darién. “En las últimas semanas, los equipos sanitarios han registrado más ataques de extraordinaria violencia y violencia sexual, en un número inédito de asaltos, en lo que se teme que pueda ser un empeoramiento de la situación ya terrible de la ruta por la selva”, afirma en un informe. En solo una semana de febrero, sus equipos médicos atendieron 113 víctimas de agresiones sexuales, incluyendo a nueve menores de edad.
Cae la noche. En medio de las dificultades, los migrantes han construido una gran familia en la playa. “Estamos en el infierno, pero acompañados”, dice uno de ellos, y sonríe. Hacen una fogata. Cocinan pasta con salsa de tomate y reparten entre todos los que están cerca. Uno es un joven que sueña con ser rapero en Harlem. Su nombre artístico es Turbo. Canta mientras afeita y corta el pelo de sus amigos. No importa que hasta hace poco no se conocieran, ahora son familia, saben que la solidaridad es la única forma de hacer más llevadera la tragedia.
Turbo, rapero de Cali, le corta el cabello a otro migrante al caer la noche. CHELO CAMACHO
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