Francia, Alemania, Italia, España, Dinamarca, Suecia… Europa está expulsando en masa a los diplomáticos rusos. Ya son más de 400 los que están en la lista negra mundial y todos ellos están en la mira por espías.
Rusia, antes de Putin y con Putin, ha usado su red diplomática para fortalecer su red de espionaje. El método es sencillo. Se presentan como agregados culturales o comerciales y tejen contactos en todos los niveles. Sin embargo, la misión de cada uno de ellos en los países a los que son enviados es solo una: recolectar información e infiltrarse en las altas esferas gubernamentales.
La oleada sin precedentes de expulsiones de diplomáticos rusos de las capitales europeas no es sólo un acto simbólico, aunque reversible, forma parte de una batalla de décadas para vigilar la línea divisoria entre el espionaje y la diplomacia
John Sawers, antiguo jefe del M16, dijo el año pasado que sospechaba que Occidente sólo captaba el 10% del espionaje ruso.
Hasta el último viernes, entre los Estados miembros de la UE, sólo Malta, Chipre y Hungría se habían negado hasta ahora a enviar a ningún “diplomático” ruso.
El reconocido ex diplomático francés François Heisbourz aseguró en diálogo con The Guardian, que hay una distinción clara y válida entre un diplomático y un espía, y que los expulsados de Europa no fueron elegidos al azar, sino porque hay pruebas de que infringen la Convención de Viena, el código que rige la diplomacia legítima. Además del espionaje, también podría tratarse de la difusión de desinformación en las redes sociales.
“Si te dedicas a enviar mensajes en Twitter insultando al gobierno del país anfitrión, si sigues la diplomacia del ‘guerrero lobo’ emprendida por los diplomáticos chinos, eso puede entrar en esa definición de hacerte persona non grata”, dijo Heisbourg.
Heisbourg afirmó que las expulsiones son un arte. “Evidentemente, es más fácil seguir la pista al espía que conoces que al que no conoces. Una vez que se conoce su existencia, se convierte en un contraespía útil. Si no sabes quiénes son, tienes un problema”. Recordó que durante el llamado asunto Farewell, en la década de 1980, un desertor del KGB, Vladimir Vetrov, entregó casi 4.000 documentos secretos a la DST, el servicio secreto interno francés, que mostraban cómo Rusia había penetrado en Occidente para robar su tecnología. Vetrov también proporcionó una lista de 250 oficiales de inteligencia destacados bajo cobertura legal en embajadas de todo el mundo.
Sólo a raíz de la detención de Vetrov en Moscú, Francia, basándose en los expedientes proporcionados por Vetrov, actuó para expulsar a 40 diplomáticos, dos periodistas y cinco funcionarios comerciales. Heisbourg participó en la gestión del caso y recuerda: “Incluso entonces, era útil retener algunos nombres, así que teníamos una lista A y una lista B que manteníamos en reserva por si los rusos tomaban medidas compensatorias. Hicimos saber a los rusos que si hacían una contrapartida, recibirían un golpe mucho mayor”.
La desconfianza por los “agregados” comerciales, militares y culturales, es cada vez mayor en las democracias del mundo. A diferencia de lo que ocurre en otras delegaciones con representatividad más democrática, los títulos que aparecen en sus tarjetas de presentación son sólo una fachada. La función principal de estos diplomáticos es frecuentar pasillos políticos, empresarios, periodísticos y culturales para poder conseguir información sensible. La red está armada desde tiempos en que la Unión Soviética depositaba el control de sus relaciones internacionales en los agentes de la KGB (Comité para la Seguridad del Estado, por sus siglas en ruso).
Tras el colapso del experimento soviético en Rusia, el lavado de imagen de la KGB entró en funcionamiento. Su heredera sólo cambiaría de nombre: pasó a llamarse FSB (Servicio Federal de Seguridad, por sus siglas en ruso), tras varias reestructuras en su organigrama. Depende del presidente Vladimir Putin, quien fuera espía durante los años finales de la Guerra Fría en Alemania Oriental. Opera en el mismo edificio que su antecesora y emplea alrededor de 300 mil agentes secretos. Un ejército.
Desde la década de 1980 que la proporción de espías que operaban dentro del servicio diplomático ruso es mayor que en la mayoría de los países.
Heisbourz se pregunta, por ejemplo, por qué 290 diplomáticos rusos siguen operando en la neutral Austria, incluso después de que el Ministerio de Asuntos Exteriores, tras días de vacilación, expulsara a cuatro diplomáticos. A modo de comparación, Austria tiene unos 30 diplomáticos operando en Moscú. Es cierto que los países grandes tienen embajadas más grandes -un ejemplo excelente es la embajada de Estados Unidos en Bagdad- y algunos de los diplomáticos rusos en Viena -posiblemente 100- están adscritos a las numerosas instituciones de la ONU en Austria, como el organismo de vigilancia nuclear de la ONU, el OIEA. Pero el desequilibrio de los intereses rusos y austriacos en los países del otro es, en el mejor de los casos, sorprendente.
También Polonia puede preguntarse, en retrospectiva, por qué después de expulsar a 45 diplomáticos el 23 de marzo, había concedido el estatus diplomático a tantos rusos en primer lugar. Stanisław Żaryn, portavoz del ministro coordinador de los servicios especiales, ha justificado las expulsiones: “Estamos neutralizando la red de servicios especiales rusos en nuestro país”. Y afirmó que la mitad de los diplomáticos expulsados eran empleados directos de los servicios secretos rusos y la otra mitad estaban involucrados en operaciones de influencia hostil.
“Rusia utiliza la diplomacia no para mantenerse en contacto con sus socios, sino para impulsar falsas afirmaciones y declaraciones propagandísticas contra Occidente”, dijo Żaryn. En total, los 45 rusos expulsados representan aproximadamente la mitad del personal diplomático ruso en Varsovia.
Otros dos países a la vanguardia del suministro de armas pesadas a Ucrania –Eslovaquia y la República Checa- también han estado recientemente en la primera línea de espionaje con Moscú.
El 30 de marzo, Bratislava expulsó a 35 diplomáticos, una de las mayores expulsiones de la actual oleada.
Sólo quince días antes, el 14 de marzo, Eslovaquia detuvo a cuatro personas sospechosas de espiar para Moscú, y expulsó a tres diplomáticos rusos como respuesta. Rusia había pagado a los sospechosos “decenas de miles de euros” por información sensible o clasificada. La calidad de esa información es discutida, pero uno de los dos hombres acusados era prorrector y jefe del departamento de seguridad y defensa de la Academia de las Fuerzas Armadas de la ciudad norteña de Liptovsky Mikulas.
Se informó, además, que existieron contactos desde 2013 con cuatro oficiales que trabajaban para la agencia de inteligencia militar rusa GRU. Uno de ellos era el teniente coronel Sergey Solomasov, un espía del GRU. La inteligencia eslovaca filmó a Solomasov fumando y hablando en un parque con Bohuš Garbár, un colaborador del sitio web conspirativo Hlavné Správy, ahora cerrado. En el video le dice a Garbár: “Moscú ha decidido que serás un ‘cazador’ de dos tipos de personas: los que aman a Rusia y quieren cooperar, que quieren dinero y tienen información confidencial. El segundo grupo son sus conocidos que pueden o no estar pensando en trabajar para Rusia. Necesito información política y comunicación entre países, dentro de la OTAN y la UE”.
Los checos también tienen motivos para dudar de la buena fe del diplomático ruso. En 2014 se produjo una misteriosa pero masiva explosión en un par de remotos almacenes de armas checos, incluido uno en Vrbětice, cerca de la frontera con Eslovaquia, que provocó dos muertes. En ese momento, Ucrania había estado en el mercado de armas para luchar contra Rusia en Donbas. No estaba claro si la causa de las explosiones era el sabotaje o la incompetencia, y el caso se enfrió. Pero entonces las investigaciones de la policía británica, así como el medio de investigación de código abierto Bellingcat, revelaron la identidad de dos presuntos agentes del GRU. Se trataba de Ruslan Boshirov (cuyo nombre real es Anatoliy Chepiga) y Alexander Petrov (Alexander Mishkin).
The Guardian detalla que estos mismos alias habían sido supuestamente dados por dos rusos que habían visitado un hotel cerca de Vrbětice justo antes de la explosión de 2014. Fuentes de inteligencia sugirieron que los envíos de armas planeados pertenecían a EMCO, una empresa propiedad del traficante de armas búlgaro Emilian Gebrev, que fue envenenado en un restaurante de lujo de Sofía en abril de 2015, apenas unos meses después de la explosión en la República Checa.
Una investigación realizada en 2019 por Bellingcat afirmó que otro alto funcionario del GRU, Denis Sergeev (alias “Sergey Fedotov”), estaba en Bulgaria en el momento del envenenamiento de Gebrev, al que sobrevivió.
Sergeev también habría estado en el Reino Unido en la época del envenenamiento con novichok de Sergei Skripal, un ex oficial de inteligencia ruso que había espiado para Gran Bretaña, en Salisbury, Inglaterra.
Tras revelarse los crímenes de guerra en Bucha, Alemania expulsó a 40 diplomáticos rusos, Francia a 35, España a 25, Eslovenia a 33, Italia -que había echado a dos espías rusos en 2021- seleccionó a otros 30. Lituania decidió expulsar a Alexey Isakov, el propio embajador ruso. Como regalo de despedida, alguien tiñó de rojo sangre el lago frente a la embajada.
Algunos, como Bélgica (expulsó a 21) y Holanda (17) tomaron medidas antes de que empezara a circular la noticia de la masacre de Bucha.
La expulsión de espías a esta escala no tiene precedentes. Es más del doble del número expulsado en 2018, cuando 28 países occidentales devolvieron a Moscú a 153 presuntos espías en respuesta al intento de asesinato por parte de Rusia de Sergei Skripal. Las últimas expulsiones son “excepcionales” y “deberían haberse producido hace tiempo”, le dijo a The Economist, Marc Polymeropoulos, que dirigió las operaciones de la CIA en Europa y Eurasia hasta 2019. “Europa es su patio de recreo histórico y su personal diplomático se confunde desde siempre con el de los agentes de inteligencia”.
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