Vladimir Putin parece ser quien más echa de menos los tiempos en los que solo se registraban dos categorías en la esfera mundial: buenos y malos.
Por Laureano Pérez Izquierdo / Infobae
Esta distinción se aplicaba a cada individuo de acuerdo al bando al que cada uno perteneciera. Un globo bipolar, simplísimo, en el cual era fácil distinguir amigos de enemigos, aunque a él se lo hubiera entrenado en el arte de desconfiar hasta de sus propios camaradas. Eran años más románticos, de aprendizaje, en los que el resto de los colegas de la KGB lo llamaban “Volodia Chico” en la pequeña residencia oficial de Dresde, Alemania oriental, lugar al que fue enviado durante el epílogo de la Unión Soviética y su formación como espía.
Putin consiguió estar en el centro de la atención planetaria por intentar reflotar esa bipolaridad histórica llevando al extremo los nervios de la población europea. Ese continente sería el que padecería de forma inmediata las devastadoras consecuencias de una invasión terrestre: miles de muertos, drama migratorio, déficit energético y derrumbe de los mercados financieros. La paz está amenazada y los tanques permanecen allí, listos para ponerse en marcha y arrasar todo lo que se le ponga delante. Las conversaciones de último momento son frenéticas para intentar detener la pulsión de guerra, muerte y suicidio que impulsa al jefe de estado ruso.
Moscú movilizó al menos 150 mil militares para rodear con blindados, buques y aviones Ucrania, la perla esquiva que Putin intenta anexar lentamente por regiones: Crimea, Donetsk, Lugansk. De acuerdo a información de inteligencia del Ministerio de Defensa del Reino Unido, Rusia invadiría sobre todo por el norte ucraniano gracias a los nobles servicios de Bielorrusia, regida bajo el dictador Alexandr Lukashenko, delfín de Volodia. Desde ese país atravesaría la fantasmagórica Chernobyl para asediar de inmediato Kiev luego de sucumbirla con bombas. La península sureña y la frontera rusa también serían claves en las maniobras.
El ex agente de inteligencia, sin embargo, ingresó en un túnel del cual no ve -por ahora- una luz que le indique la salida. Una guerra abierta no solo generaría un aluvión de muertes entre sus tropas, sino también un costo sideral para el flaco tesoro del Kremlin.
Quizás logre relativamente rápido la caída de la capital ucraniana, pero el pueblo de ese país no se someterá fácilmente al cambio de bandera. No lo hizo en el pasado, ¿por qué habría de hacerlo ahora? Pero además: ¿cuánto tiempo soportarán los rusos que sus hijos regresen en bolsas negras sin que Moscú dé honores públicos a esas derrotas diarias? Putin procurará ocultar las bajas mientras pueda para no perder la batalla psicológica.
En su principal análisis de esta semana, The Economist fue claro al considerar que si bien Putin podría lograr algunas ventajas circunstanciales en esta escalada -como que se dejara de hablar temporalmente de la persecución sistemática a líderes opositores, como la que padece Alexei Nalvany, quien sería condenado a 10 años de prisión- el jefe ruso sufriría otras derrotas más considerables a largo plazo: cohesión y unidad de Occidente como no ocurría en años, riesgo de puesta en marcha de Nord Stream 2 y una inevitable dependencia económica con un histórico rival de Moscú, China.
“Aunque todas las miradas están puestas en Putin, este ha galvanizado a sus oponentes”, advierte The Economist. “Liderados por Joe Biden -quien una vez lo llamó ‘asesino’ y que seguramente detesta al hombre que intentó negarle la presidencia- Occidente ha acordado un paquete de sanciones amenazantes más duras que en 2014, cuando Rusia anexionó Crimea. La OTAN (…) ha encontrado un propósito renovado en la protección de sus flancos orientados a Rusia. Suecia y Finlandia, que siempre han preferido mantener las distancias, podrían incluso unirse a la alianza. Alemania, tras haber apoyado imprudentemente el nuevo gasoducto Nord Stream 2, ha aceptado que el gas ruso es un lastre con el que debe lidiar y que una invasión acabaría con el proyecto”.
Pero además de esos traspiés permanentes, afrontar una guerra supondrá una movilización monumental de dinero y recursos. ¿Cuenta Rusia con los fondos suficientes y necesarios para prolongar en el tiempo un conflicto bélico de magnitudes que no puede anticipar a futuro? ¿Cuándo terminará la incursión? ¿Qué costos demandará? ¿Cuál sería su objetivo final? ¿Cuándo aceptarán finalmente los ucranianos ser gobernados por un país al que pasarán a odiar de manera automática si es que finalmente el Kremlin decide invadir? Deberán pasar varias generaciones para que eso ocurra. Todas esas contingencias deben calcularse de a miles y miles de millones de dólares, que Putin no posee.
A todo eso, deberán agregarse las sanciones que pesarán no solo sobre Putin y sus oficiales, sino sobre sus poderosos y multimillonarios amigos. Las amonestaciones del Departamento del Tesoro y de Europa no solo comprometerán los negocios de las empresas estatales. También el sistema bancario y, en especial, a los oligarcas rusos. Moscú teme que se accione lo que muchos ven como el más drástico de los “botones rojos”: excluir a la nación de la Sociedad para las Telecomunicaciones Financieras Interbancarias Mundiales (SWIFT, por sus siglas en inglés). Los empresarios que disfrutan de sus yates, sus propiedades y se pasean voluminosamente por París, Londres y Nueva York temerán que sus tarjetas de crédito ya no sirvan para darse la vida de pequeños zares que hoy pueden disfrutar. Poderosos multimillonarios ofuscados.
Quizás, en la cabeza del hombre nacido en San Petersburgo hace 69 años, haya germinado la idea de que China podría ser su financista. La dependencia pasaría a ser absoluta y constituiría un hecho histórico: un imperio se tragaría a otro de un bocado y sin guerra. Eso no caería nada bien en los demás miembros del Kremlin. Poderosos burócratas enojados.
Sin embargo, Beijing tiene sus propios frentes que atender. Xi Jinping debe mantener el poder en casa, en un marco en el cual el Partido Comunista Chino (PCC) está nervioso por los resultados económicos de los últimos meses y por la imagen que se proyecta hacia el resto del mundo. El jefe del régimen tiene crédito, pero tal vez comience a hacer ruido entre algunos jerarcas la idea de la perpetuidad en el poder del hombre fuerte de la nación que ya no ofrece estabilidad y crecimiento a la población.
Es quizás por eso que una información sensible comienza a circular en ámbitos militares. Las alarmas no solo sonarían para los socios de la OTAN en Europa y los Estados Unidos en caso de que Rusia invada Ucrania. Algunos analistas creen que China aprovecharía el foco puesto en aquellas tierras y podría evaluar un ataque contra Taiwán en ese complejo contexto. Sería -como en Kiev– un golpe relámpago y devastador en términos de vidas humanas, también. Ante esta agresión, otras potencias asiáticas podrían movilizarse: ellas son Japón e India. También se sumaría Filipinas para contener el avance del régimen chino. Australia, aliado de los Estados Unidos, se uniría a los esfuerzos por defender a la isla democrática. Es, por ahora, una inquietante hipótesis.
Ante este escenario, América Latina deberá posicionarse frente a la historia de forma categórica. Algunas dictaduras como Venezuela, Cuba o Nicaragua ya eligieron sus aliados. Otras democracias, como Brasil y Argentina, se mostraron extrañamente cercanas a Rusia y China en las últimas semanas. No se sabe bien si por cuestiones comerciales, por negocios particulares o por atracción política. Un misterio de la diplomacia.
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