Bajo una lluvia que no cesa y empapa hasta los huesos, unos perros raquíticos deambulan entre el hambre y la desesperación que se palpan ante la fachada del Instituto de Migración de Trojes, en el municipio del Departamento de El Paraíso. En esta localidad hondureña fronteriza con Nicaragua, las estadísticas de la crisis migratoria que atraviesan los territorios de Centroamérica se perfilan en el cansancio de los rostros demacrados, se alzan en testimonios que tratan de explicar los motivos que los arrastraron hasta aquí.
Por ANDREA J. ARRATIBEL | El País
La historia de Joel Yamil encierra toda esa extenuación. “Llevaba dos años viviendo Uruguay, trabajaba en un matadero, pero no alcanzaba… Los salarios allí son muy bajos y la comida carísima. Es un país maravilloso, ¡muy bellas personas las de allí!, pero la economía está muy mal. Así que decidí salir”, cuenta este cubano de 55 años. “Durante la travesía solo pasamos penurias. Nos extorsionaron y golpearon, me pusieron una escopeta en la cabeza y hasta me rompieron el pasaporte, solo por maldad. El trato que recibimos por querer trabajar es inhumano”, relata Yamil, recién llegado a Honduras, país al que solo en la mitad de 2022 ingresaron más de 54.000 migrantes en situación irregular. “El flujo de personas comenzó a triplicarse en marzo y en el último mes se están disparando los datos. Cada vez llegan más, y en peores condiciones”, señala Lidia Rodríguez, responsable de temas migratorios de la Comisión Permanente de Contingencias (Copeco) del país.
Ante la creciente afluencia, los gobiernos municipales de la región decretaron hace meses la emergencia humanitaria, una declaratoria que resaltaba la falta de logística y recursos de las alcaldías para atender el alto porcentaje de personas en condiciones de vulnerabilidad extrema que estaban recibiendo. El 15% de la población que cruza la frontera de forma irregular ya son menores, revelan los datos del Instituto Nacional de Migración (INM) de Honduras. “Ha aumentado significantemente el número de mamás con niños pequeños y familias enteras”, declara Karen Alemán, coordinadora de salud y nutrición de Acción Contra el Hambre, una de las primeras ONG que se instalaron en la zona nada más estallar la crisis.
“Me duele mucho, ya no puedo estar de pie. Pero tengo que seguir. No puede detenerme ahora”, expresa Nadine, haitiana que dejó en su país a su hija de 16 años con su madre para llegar a Estados Unidos. “Quiero trabajar y mandar dinero a mi familia”, relata mientras se envuelve con los brazos sus cinco meses de embarazo. Cada vez le cuesta más moverse, caminar, y todavía le queda una larga travesía. “Atendemos a muchas embarazas que llegan con los tobillos inflamados y en estado crítico. Algunas de ellas lo están porque fueron violadas durante la travesía”, destaca la cooperante nicaragüense. A su alrededor niños muy pequeños se aferran a las piernas de sus madres, madres lo hacen a sus panzas abultadas.
“La situación se ha agravado muchísimo, la llegada en masa de gente nos ha agarrado con las manos para arriba, no podemos atender a tanta cantidad, no tenemos capacidad ni recursos”, señala Abraham Kafeti, el alcalde de la localidad perteneciente al Partido Nacional de Honduras (PNH), opositor al Gobierno encabezado por Xiomara Castro.
“Somos 18 entre todos, contando a los nenes chiquitos. Sabíamos que viajar con niños y con mi mamá, ya viejita, era arriesgado. Pero allá en Venezuela está todo muy mal, vivíamos en la absoluta pobreza. Allí ya se puso muy peligroso”, cuenta Nelson Sánchez. El grupo con el que viaja, nueve de ellos menores, acaba de llegar al Centro Pastoral de Trojes, el único lugar que está brindando refugio a los migrantes en tránsito. “Al principio llegaban hombres solos, pero últimamente son familias”, asegura Mario Ramos, el presbítero salvadoreño responsable de la congregación que ha acomodado en uno de los pabellones de su terreno un espacio para que los extranjeros descansen después de una dura travesía. “Nuestra capacidad es limitada, las instalaciones sólo pueden acoger alrededor de 100 personas. Damos prioridad a familias con niños”, destaca el sacerdote.
Cuando la emergencia estalló hace unos meses y la orden religiosa comenzó, en medio del confinamiento por covid, a dar asilo temporal—colchonetas en un extenso salón con ventanas sin cristales ni cortinas—, la policía se presentó en el centro pastoral. “Nos dijeron que no podíamos recibir a nadie, aunque hubiera gente en la calle muy enferma, deambulando bajo las fuertes lluvias. Aun así, el obispo dio la orden de que nosotros teníamos que ayudar y nos arriesgamos”, explica el religioso, lamentado la ausencia de acción efectiva por parte de las autoridades.
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