Adiós a un hombre de altísimo linaje, hijo y nieto de reyes, nacido en Corfú en 1921 y que al final pasará a la historia solo -o no tan solo- por haber sido el firme apoyo de Isabel II durante 70 años de sólido matrimonio. Ha muerto a los 99 años el Príncipe Felipe, marino de corazón, leal y también libertario de lengua tronante, dandy del perfecto corte clásico de Savile Row, modernizador fallido de la monarquía (Isabel pronto le dejó claro quién mandaba en Buckingham) y jefe de la Familia Real de puertas adentro.
Los datos de Felipe de Edimburgo cuando en mayo de 2017 anunció que abandonaba la vida pública resultaban apabullantes: 70 años de servicio público como consorte de la Reina, 22.191 compromisos oficiales atendidos a título individual, mil viajes solo al extranjero y 5.493 discursos. En 2016 todavía fue el quinto miembro de la Familia Real británica con más agenda, con 110 días ocupados en tareas de representación.
El Duque de Edimburgo, siempre fibroso e impecable, con fama de metepatas y un sentido del humor cáustico, que desbordaba los melindres de la corrección política actual, se fue abriendo durante décadas un sitio en el curioso corazón de los británicos. Pasaron de verlo como un personaje áspero a considerarlo una suerte de «tesoro nacional», que combinaba un incansable afán de servicio con ese toque de excentricidad que encanta a los ingleses. «Declaro esta cosa inaugurada, sea lo que sea», se despachó en un viaje oficial a Canadá en 1969. En 1981, con el país en recesión, derrapó por todo lo alto: «Se quejaban de que querían más tiempo de ocio… ¡y ahora se quejan de que están en el paro!». Eran, «las cosas del Duque de Edimburgo», entre las que figuraban algunas fijaciones un poco extrañas, como la contumacia con que detestaba al pobre Elton John.
Infancia muy dura
Isabel se enamoró de Felipe -un griego de sangre alemana, rusa y danesa- con solo 13 años, cuando el entonces apuesto príncipe heleno, un hombre rubio de 1,88 de talla, le hizo de cicerone en una visita a un centro de la Armada. Felipe Mountbatten (su adaptación del apellido alemán Battenberg) tuvo una infancia muy dura. Conoció el exilio y su madre, una enferma de esquizofrenia, fue internada y desapareció de su vida en su niñez. Afincado en Inglaterra, estudió en un durísimo internado experimental, dirigido por un inmigrante judío (un centro que acabó apreciando y al que luego envió a su hijo Carlos, quien lo sobrellevó con mucho menos aguante que su padre).
A continuación hizo carrera en la Marina Real, a la que renunció para dedicar su vida a la Reina. A pesar de que lo adoraba, ella siempre marcó distancias con él en la vida pública, empezando por el propio día de su coronación en 1953, cuando en contra de los deseos de Felipe lo relegó a un segundo plano. Porque Reina solo hay una.
El hombre al que Isabel II definió una vez como «mi roca» cerró su agenda pública en otoño de 2017. Aunque siguió participando en actos puntuales. Por ejemplo, acudió al Chelsea Floral Show, un sofisticado festival de jardinería, donde en su visita de 2008 celebró la hermosura de un helecho y fue corregido por una experta. «No te he pedido puñeteras lecciones», le espetó Felipe.
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