Los jefes republicanos han tenido suficiente. O al menos es lo que nos llega de sus gestos y comunicados oficiales. El líder de los senadores del partido, Mitch McConnell, «planea no volver a hablar con Trump jamás». Lo mismo que el vicepresidente, Mike Pence, a quien sus allegados nunca habían visto «tan enfadado». Las dimisiones del gabinete presidencial se siguen sucediendo y si uno abre un periódico solo verá indignación y encendidas defensas de las instituciones.
Argemino Barro | El Confidencial
El paisaje, sin embargo, es algo más complejo. La principal fuerza de un partido político son sus votantes. Sin ellos, no hay nada. Y la mayoría de los votantes republicanos son más leales a Trump que a los congresistas, según una encuesta de HuffPost y YouGov y según la observación más elemental de estos últimos años. La pregunta es si este liderazgo del magnate se irá resquebrajando, o si lo ha hecho ya, tras los acontecimientos de los últimos días. De momento no hay pruebas de ello, pero estamos viendo movimientos muy interesantes dentro del partido.
Cuando Trump anunció su campaña, en junio de 2015, los jefes republicanos lo trataron exactamente igual que los jefes demócratas. Se referían a él como un demagogo, un mentiroso, un narcisista y un aspirante a tirano de medio pelo. Cada vez que alguien les planteaba que podía acabar como nominado, se reían. Eso no sucedería en el partido de Lincoln. Las encuestas que lo ponían por delante solo eran el reflejo de su fama, nada más. Un republicano de bien saldría elegido.
Esta actitud, sin embargo, empezó a cambiar sobre la primavera de 2016, por dos razones. La primera, que Trump había logrado conectar con millones de electores y estaba pulverizando a sus contrincantes. Y la segunda, que, pese a sus promesas alocadas y su comportamiento vitriólico, estaba dispuesto a cumplir a rajatabla la agenda del partido. Especialmente el recorte fiscal y el compromiso de nombrar jueces conservadores al Supremo. En este aspecto, el multimillonario daría carta blanca a los ‘think tanks’ republicanos que seleccionaban jueces. Esto gustó mucho. Así que los líderes conservadores decidieron tragarse el aceite de ricino: aceptaron a Trump.
Desde entonces, gente como Lindsey Graham o Mitch McConnell se han movido en un espacio muy estrecho. En público fingían que todo iba bien. En privado sudaban frío, las ocurrencias de Trump los ponían nerviosos. Graham trató de convertirse en el hombre que susurraba al presidente. Jugaba con él al golf y trataba así de influir en sus políticas. Luego Trump hacía lo que le apetecía. Lo humillaba. Graham seguía intentándolo. Con los años empezamos a ver cómo se repetía el mismo patrón. Cuando Trump hacía una de las suyas, la mayoría de los congresistas guardaban silencio durante un día o dos, luego lo condenaban con un frío comunicado y más tarde volvían a apoyarlo.
La razón es que Trump mantenía el control de las bases y por tanto del partido. Las bases eran su navaja en el cuello de los congresistas. A una señal de este, los votantes podían darle la espalda a casi cualquier republicano. Cada vez que se celebraban elecciones en un estado, los candidatos competían por el favor de Trump. Quienes recibían su apoyo solían ganar o quedar bien posicionados. Hubo excepciones, y Trump ha presumido mucho de ello, pero el patrón es real. Por eso, el Partido Republicano de 2021 se parece mucho más a Trump que el de 2016.
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