La retirada de Raúl Castro como líder del Partido Comunista de Cuba marca el fin de una era pero no de la economía centralizada, que seguirá rigiendo y lo hará, según anunció él mismo este viernes, con menos concesiones al capitalismo de lo que muchos esperaban ante la grave crisis que sufre la isla.
Lorena Cantó / EFE
«Hay límites que no podemos rebasar porque llevaría a la destrucción del socialismo», sentenció Castro en su informe de apertura del VIII Congreso del PCC, el último que pronuncia al frente de la formación, en la que está previsto que le releve como primer secretario el actual presidente, Miguel Díaz-Canel.
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Rodeado de un fuerte hermetismo, a puerta cerrada y sin transmisión televisada, el cónclave de 4 días se celebra en La Habana con aforo reducido debido a la pandemia del coronavirus: 300 delegados frente a los más de mil del congreso anterior en 2016 (la formación cuenta con 700.000 militantes).
ESPERANZAS DE APERTURA
Con el país sumido en su peor crisis en 30 años y la escasez generalizada haciendo mella en la población, las esperanzas están puestas en que la organización más poderosa del país dé en este cónclave el empujón definitivo a las reformas aperturistas anunciadas hace una década y que tras años estancadas empezaron a recobrar el ritmo este año.
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Castro admitió hoy los «problemas estructurales» de Cuba, «que no proporcionan incentivos para el trabajo y la innovación», pero también defendió el control del Estado sobre los medios de producción, y por tanto el monopolio de los sectores clave de la economía, las importaciones y el comercio.
El PIB cubano se desplomó un 11 % en 2020 a causa de la pandemia del coronavirus, las ineficiencias internas y el recrudecimiento del embargo de Estados Unidos.
Aun cuando el tono de Castro no permite presagiar un viraje radical, las decisiones que saldrán del Congreso no se conocerán hasta dentro de tres días, una vez aprobados los documentos que los delegados comunistas debatirán en tres grandes comisiones durante el fin de semana.
«COMO UN COMBATIENTE MÁS»
Más allá de la economía, el Congreso será también el del relevo generacional. Con el último Castro se espera que dejen el Buró Político otros veteranos de la «generación histórica» como el número dos del PCC, José Ramón Machado Ventura, para propiciar el ascenso de dirigentes que como Díaz-Canel nacieron tras el triunfo de la Revolución en 1959.
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El menor de los Castro, de 89 años, dijo que su labor «concluye con la satisfacción de haber cumplido la confianza en el futuro de la patria», que nadie le obliga a marcharse y que seguirá militando en el PCC «como un combatiente revolucionario más, dispuesto a aportar mi modesta contribución hasta el final de la vida».
La cita llega también en un escenario radicalmente diferente al del VII Congreso: del deshielo con EE.UU. queda poco o nada, tras 4 años de hostilidad durante la Administración de Donald Trump, en tanto la expansión de internet y las redes sociales en la isla ha supuesto para el Partido la pérdida de décadas de hegemonía sobre la información y el discurso.
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La polarización política cubana y los debates sobre la actualidad del país se han trasladado con especial fragor a redes sociales como Twitter y Facebook, incluyendo la retransmisión en directo de protestas o críticas al Gobierno y abriendo canales directos de acceso de la ciudadanía a sus dirigentes.
DISIDENCIA VIRTUAL Y SANCIONES REALES
Por ello, la «actividad ideológica» y la confrontación de la subversión en estos nuevos escenarios será otro de los temas sobre la mesa, aunque para Raúl Castro, «la contrarrevolución interna carece de liderazgo y estructura organizada y concentra su activismo en las redes sociales», mientras «las calles, los parques y las plazas serán de los revolucionarios».
«No debe existir espacio para la ingenuidad a estas alturas ni entusiasmo desmedido por las nuevas tecnologías sin asegurar la seguridad informática», advirtió el aún líder del PCC.
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También aludió a la financiación de medios de comunicación desde el exterior «para generar contenidos ideológicos que llaman abiertamente a derrocar la Revolución y exhortan a desarrollar manifestaciones en espacios públicos, así como actos de violencia contra agentes del orden».
Sobre EE.UU., el discurso no ha variado en los últimos años: rechazo frontal a las sanciones y el embargo financiero -recrudecido además durante la pandemia- y apertura al diálogo «sin condiciones inherentes» a la soberanía cubana.
Aunque en Cuba se esperaba que la llegada al poder del demócrata Joe Biden en enero pasado suavizara las tensiones bilaterales vividas con Trump y propiciara un nuevo acercamiento, la Casa Blanca ya ha dicho en dos ocasiones -la última hoy mismo- que cambiar la política hacia la isla no es prioridad en su agenda.
En su intervención, Castro también tuvo espacio para culpar al «neoliberalismo» de las manifestaciones de «inestabilidad social» en América Latina, una «contraofensiva» contra los gobiernos progresistas que «se fortaleció cuando la política de EE.UU cayó en manos siniestras con pretensiones intervencionistas y de la derecha cubanoamericana con amplia trayectoria terrorista y corrupta», sentenció.
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