En la Casa Blanca de 1918, quien primero enfermó de la mal llamada gripe española fue la secretaria personal del presidente Woodrow Wilson; le siguió la hija mayor del mandatario. Enfermaron miembros del servicio secreto. Ni siquiera se salvaron unos habitantes que hoy ya no ocupan la residencia presidencial del 1600 de Pensilvania Avenue y que por entonces campaban a sus anchas en el jardín trasero, con la función de recaudar donativos para paliar los efectos de la guerra: ovejas. Los ovinos salvaron la vida, fueron trasladados a un hospital veterinario y de ahí saltaron a los libros de historia.
La gran gripe de hace más de 100 años mató a más de 675.000 estadounidenses y más de 50 millones de personas en todo el mundo. Estaba a punto de acabar la I Guerra Mundial y el presidente Wilson nunca hizo un comunicado público sobre la pandemia. Era momento de unir fuerzas, de patriotismo y, como en otras ocasiones, la primera baja fue la verdad.
Desde la fundación de Estados Unidos, ninguna otra epidemia ha sido tan mortífera como el virus de 1918, cuyo pico de devastación coincidió con los últimos estertores de la Gran Guerra. Era abril de 1919 cuando Wilson viajó a la Conferencia de Paz de París para establecer los términos del final del conflicto. Poco después de llegar a Europa, Wilson enfermó, tan fuertes eran sus síntomas que su médico personal, Cary Grayson, llegó a especular con que le habían envenenado.
Fiebre, violentos ataques de tos, sudores, síntomas que dejaban al mandatario demócrata sin apenas respiración mientras que tenía que enfrentar la firma del final de la Gran Guerra. Tan malo era su estado de salud, que se llegó a plantear si el mandatario podía seguir adelante, ya que incluso sentarse en la cama suponía un esfuerzo imposible para Wilson.
Su equipo hizo lo posible para que el diagnóstico del presidente se mantuviera en secreto y se informó de que el líder estadounidense tenía un catarro, quizá debido al frío y lluvioso mal tiempo de París.
Según escribe Scott Berg en su biografía sobre Wilson, un hombre que era predecible en sus acciones, de repente se volvió errático y paranoico. Wilson creía que vivía rodeado de espías. Desvariaba debido a la fiebre. Acusaba a sus ayudantes de cambiar de lugar los muebles de su habitación.
Las conversaciones para devolver la paz a una Europa devastada por la contienda –a la que se sumó la mortífera gripe– se mantuvieron y Wilson tuvo que apoyarse en sus más cercanos colaboradores hasta que pudo retomar su sitio en la mesa de las negociaciones. Según relata el periodista Michael S. Rosenwald en el diario The Washington Post, Wilson estaba tan golpeado por la enfermedad que acabó aceptando peticiones francesas que pocas semanas antes consideraba innegociables. El presidente acabó por recuperarse, pero sufrió una apoplejía pocos meses después. Murió en 1924.
Si quieres recibir en tu celular esta y otras informaciones descarga Telegram, ingresa al link https://t.me/albertorodnews y dale click a +Unirme.