Una de las imágenes más habituales, en el puente internacional Simón Bolívar, es la de jóvenes, adultos y hasta niños cargando bultos sobre sus hombros. A quienes cobran por esto les dicen “lomotaxis”, un calificativo que ha cobrado fuerza y se ve multiplicado tanto sobre el tramo binacional como por debajo del mismo.
Por Jonathan Maldonado | La Nación
A toda hora, la mercancía va y viene. De Colombia a Venezuela, los productos que pasan son muy variados, al igual que las cantidades, aunque hay una lista establecida por las autoridades neogranadinas: comida, medicamentos, cauchos, baterías, ropa, productos de limpieza, golosinas, entre otros.
Lo que va de Venezuela a Colombia no es tan notorio. A simple vista, pareciera que es nulo el contrabando de productos en esta dirección; sin embargo, quienes pasan el tramo binacional a diario y dirigen su mirada al caudal del río Táchira, a veces manso y en otras ocasiones furioso por la lluvia, pueden divisar a grupos, en su mayoría hombres, transportando mercancía.
El peso que genera la mercancía en la nuca hace que sus caras no sean visibles. Caminan mirando al piso y pendientes de no caer en falso, para evitar que el afluente termine llevando el “encargo que le hacen”. Esa “encomienda” representa una ganancia para el “trochero”. Cobran dependiendo del peso y del tipo de producto que llevan.
Una vez cruzan el río y llegan al lado colombiano, se dirigen hasta el local o cliente, donde lo esperan para descargar la mercancía. “Ya desde Venezuela viene todo cuadrado”, dijo Francisco, uno de los “maleteros” con los que el equipo del diario La Nación pudo conversar en La Parada.
“Yo paso carne o aguacates”, soltó Francisco, cuyo apellido prefirió no revelar. “Uno es el que menos gana. Lo máximo que me pagan son 8.000 pesos por el maletín cargado de carne, que paso dos veces al día”, dijo, al tiempo que indicó: “con eso como y pago el cuartico comunitario”.
El joven, que no llega a los 30 años, le dice “cuartico comunitario” a la habitación que comparte con otras 11 personas. “Cada quien extiende su colchoneta y a dormir. Uno no puede estar buscando comodidad, pues el dinero no da para mucho”, agregó, algo fatigado por el trayecto que acababa de hacer.
Francisco también ha pasado aguacates, pero gana menos. “Por cada guacal nos dan, máximo, 4.000 pesos”, asegura, mientras palpaba el bolso lleno de carne. “Yo ni sé cómo viene. A mí me la entregan en bolsas negras y la pongo en el lugar tal cual”, aclaró.
¿Es rentable para el vendedor colombiano?
En los locales colombianos, un kilo de carne de primera ronda los 15.000 pesos, así se constató durante un recorrido realizado por diferentes establecimientos en Villa del Rosario, municipio fronterizo del vecino país.
De acuerdo con informaciones aportadas por los mismos “trocheros”, gran parte de esta carne es comprada por esos establecimientos, pues el kilo lo pueden conseguir entre 7.000 y 9.000 pesos, todo depende del tipo de carne que llega desde Venezuela.
En el caso de Francisco, todo lo que pasa lo entrega en La Parada. A veces en un carro y en otras ocasiones en los comercios que le indiquen. “Por estos lados se come carne venezolana”, dijo al soltar una carcajada que le dio cierto toque de humor a su comentario.
El “trochero” precisó que en estos negocios de contrabando todos “terminan comiendo: autoridades, grupos irregulares. Aquí, el que menos gana es uno”, reiteró.
Queso, producto anhelado por el vecino
Las barras de queso mozzarella y tipo paisa venezolanas, son otro rubro muy anhelado en el hermano país. Muchos de sus productores han fijado la mirada, desde hacía ya un tiempo, en la frontera, donde ganar pesos es más rentable que los bolívares.
De varios municipios andinos bajan a San Antonio. Algunos solo traen la mercancía hasta la Villa Heroica, y es el mismo comprador colombiano quien se encarga de buscar a los “maleteros” o “lomotaxis”. Otros hacen todo el trabajo y zanjan precios una vez el producto está en la nación neogranadina.
“En un costal logro acomodar hasta 20 barras de queso”, narró Samuel Moreno, de 24 años, oriundo de Barinas. “Aquí llevo siete meses. Desde que llegué he hecho esto, ‘trochear’”, indicó quien arriesga a diario su vida al atravesar los caminos irregulares.
Moreno ya está acostumbrado a cruzar por los también llamados “caminos verdes”. Aseguró que, al principio, lo invadía el miedo cada vez que se adentraba por tan sinuosa ruta. “Uno hasta siente que lo están siguiendo”, evocó.
“Cuando estuvieron los puentes cerrados, uno hacía más dinero, pues todo se pasaba por las trochas. Muchos de nuestros compañeros optaron por irse a otras ciudades de Colombia, ya que el trabajo ha disminuido. Yo, por los momentos, sigo guerreando acá, con todas las dificultades que puedan haber”, manifestó Samuel Moreno.
Las barras, puntualizó, las suele entregar en los establecimientos, la mayoría ubicados en La Parada. “Ya eso viene más que cuadrado desde Venezuela”, remarcó.
La gasolina mantiene su trono
En la frontera, el contrabando de gasolina es una práctica de décadas. Antes de la medida de cierre, decretada por Nicolás Maduro, en el año 2015, cientos de conductores vivían de esto. Cada quien se le ingeniaba para pasar, en su vehículo, el combustible que deseaba vender.
Ahora, con el bloqueo de los puentes para el tránsito de carros, las estrategias han cambiado. Las trochas se han convertido en los lugares comunes para el paso de la “reina” del contrabando.
Incluso, del lado venezolano, han nacido oficios ilegales como los “jaladores de carros”. Estas personas se encargan de captar clientes, conducirlos hasta los estacionamientos o viviendas donde les compran la gasolina, la cual es llevada a Colombia por los caminos irregulares.
Los “jaladores” están ubicados, principalmente, en la vía que conecta a San Antonio del Táchira con Ureña. En ese trayecto, quien lo haga, puede contabilizar, como mínimo, cinco alcabalas.
“Una medusa difícil de cortarle la cabeza”
“Cuando se habla de la historia del contrabando en la frontera, el Táchira y Norte de Santander, aparece en el ojo del huracán la mirada histórica, porque la historia tiene ojos. Se dirige a todas partes del país, para ubicar al contrabando: La Guaira, Higuerote, Puerto Cabello, Margarita, el Golfo de Paria, pero el Táchira y Norte de Santander concentran la mayor atención”, aseveró Marcos Suárez, historiador.
Para el experto en el área, el contrabando emerge en la historia nacional, particularmente en el Táchira-Norte de Santander, como un hecho económico, cultural, social, de una ubicación sorprendente. “Es como una medusa, difícil de cortarle la cabeza, porque no ha aparecido un Perseo generoso desde el fondo de las relaciones sociales de producción”, ejemplificó.
Aunque el problema es de larga data y la historia lo tiene en sus apuntes, Suárez recordó que en la actualidad la crisis país, expresada en la carestía, inflación y desabastecimiento, ha agudizado el escenario, al punto de justificarlo en cierta medida.
“Desde los albores de la colonia, al Táchira y Norte de Santander, los acompañan la sombra de la enredadera del contrabando, como una bendición o quizá como un castigo”, detalló.
Se trasladó al año 1578, 17 años después de que se hubiese fundado la Villa de San Cristóbal, donde el “cabildo de la misma toma posesión en el puerto sobre el río Zulia, que había sido descubierto por el capitán español Juan Guillén de Saavedra, quien por orden del gobernador de la provincia de Venezuela, había remontado dicho río desde el Lago de Maracaibo”.
Desde Barinas, subrayó el avezado en la materia, traían de contrabando el tabaco, y desde Mérida, el cacao. “Todo convergía en esta zona, buscando ser transportado por el río Pamplona, el río Zulia, que desemboca en el Catatumbo y este, a su vez, desemboca en el Lago de Maracaibo, y de ahí la salida al mar”, describió, para dar a entender los años que lleva enraizado este problema en la sociedad.
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