Las imágenes de una turba enardecida irrumpiendo por la fuerza en el Capitolio de Estados Unidos mientras sus parlamentarios se escondían aterrorizados en su interior solían ser consideradas como material para una película de ciencia ficción de Hollywood.
Sin embargo, tras el asalto a la sede del Legislativo que este miércoles realizaron miles de seguidores del presidente Donald Trump, esas escenas dejaron de ser una fantasía para convertirse en el símbolo más evidente de la severa crisis política en la que se encuentra inmerso el país que durante décadas ha presumido de ser un «faro de libertad» y la democracia más consolidada del mundo.
El sacudón ha sido tan grande que ha logrado hacer coincidir a los principales dirigentes de los dos grandes partidos -Republicano y Demócrata- en su condena unánime a estos hechos violentos; una verdadera novedad luego de cuatro años de constantes desacuerdos fraguados al calor de la polarización política.
Esa brecha estaba llegando a niveles inusitados luego de la decisión de Trump de cuestionar sin aportar pruebas los resultados de las elecciones presidenciales del 3 de noviembre -en las que resultó vencedor Joe Biden-, una labor en la que contó con el apoyo tácito de gran parte de la dirigencia republicana que durante semanas evitó reconocer el triunfo del candidato demócrata.
Pero ahora, luego de que miles de seguidores de Trump asaltaron el Congreso atendiendo al llamado del mandatario a «detener el robo de las elecciones», Estados Unidos se encuentra sumido en una crisis que no parece que logrará solucionarse con una simple condena a la violencia.
Esto es así, en especial, debido a que la raíz original de este acontecimiento sigue inalterada: Trump sigue sosteniendo que hubo fraude en las elecciones y sus seguidores le siguen creyendo.
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