Evo Morales nunca ha creído en la democracia liberal. Tras casi 15 años en el poder elegido (2005) y reelegido (2009 y 2014) en las urnas gracias a un viento económico favorable (el boom de los hidrocarburos), a una estrategia clientelar y a la cooptación de las instituciones, su raíz corporativista y autoritaria se había olvidado en el baúl de los recuerdos.
Por Rogelio Núñez | ALnavío
Pero cada vez que sus planes se han torcido (en 2016 cuando perdió el referéndum o en estas elecciones de 2019) ha emergido el verdadero rostro de Evo Morales. Un dirigente sindical, cocalero en los años 90, que lideró marchas y movilizaciones que paralizaron el país en tiempos de Hugo Banzer y Jorge Quiroga (1997-2002) o condujeron a la caída del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada en 2003 y la renuncia de Carlos Mesa en 2005.
Un caudillo personalista y autoritario
Su primer mandato (2006-2010) puso al país al borde de la guerra civil, del colapso institucional y de la fractura territorial. Finalmente logró eludir la debacle utilizando el aparato del Estado y apoyado en los millonarios ingresos procedentes de la nacionalización de los hidrocarburos en 2006, lo que se tradujo en exponenciales aumentos de los ingresos para las arcas públicas con los cuales pudo desplegar ambiciosas políticas sociales que explican sus repetidos éxitos electorales y la supervivencia en el poder.
Evo Morales, que prometió industrializar el país y crear instituciones sólidas, ha acabado siendo una fiel copia de los tradicionales caudillos latinoamericanos en general y bolivianos en particular. Lejos de industrializar, profundizó la dependencia de Bolivia con respecto a las exportaciones de materias primas (gas y litio).
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