A los 84 años, Mario Vargas Llosa está leyendo más que nunca. Lee 10 horas al día. Y lee, dice, desde que amanece hasta que anochece. Y lee, dice, “en un estado de felicidad absoluta”. Una felicidad que sólo modera el latente recuerdo de que el coronavirus está allí, afuera, acechando. Pero es por cierto la plaga la que ha obligado a que se establezca en Madrid el “aislamiento forzoso” que el premio Nobel aprovecha y lo lleva a los tiempos de la infancia y la juventud cuando descubrió las letras y la lectura.
Juan Carlos Zapata / ALnavío
Pero el coronavirus, el tiempo de lectura, el inventario de “buenos libros” que le ayudaron a no suicidarse cuando descubrió que su padre estaba vivo “y me llevó a vivir con él y me hizo descubrir la soledad y el miedo”, son sólo una excusa para rendirle un sentido homenaje a quien le enseñó a leer en seis meses con rondas de alegría, cantando y bailando, repitiendo las lecciones, el abecedario y las conjugaciones. Lo cuenta Vargas Llosa en el más reciente artículo que publica cada 15 días en la prensa mundial.
Primero el aprendizaje y después el hábito de la lectura. Y con esta, dice, el ensanchamiento del mundo, que era muy chiquito en Cochabamba. Y todo por obra, paciencia y método, de aquel hombre, aquel maestro, aquel hermano, de “cabellos blancos y unos ojos dulces entrañables”.
El hermano Justiniano es el hombre. Es el maestro. “Era un ángel caído en tierra”. Le presentó a quienes iban a ser los compañeros, los amigos de clases. Eran los tiempos de Cochabamba en el colegio La Salle. Uno, dos, tres, varios amigos. Y entre todos, uno de nombre Mario Zapata, “el más querido”, el hijo del fotógrafo de la ciudad, el que documentaba las fiestas, los matrimonios, los cumpleaños, las primeras comuniones. A Mario Zapata, dice Vargas Llosa, “lo matarían de una puñalada tiempo después… Y como era el niño más pacífico del mundo, siempre he pensado que su horrible muerte fue por defender el honor de una muchacha”.
Dice Vargas Llosa que “aprender a leer es lo más importante” que le ha ocurrido en la vida, “y, por eso, siempre recuerdo con gratitud al hermano Justiniano y las rondas entre las carpetas cantando y bailando mientras memorizábamos las conjugaciones”. Primero el aprendizaje y después el hábito de la lectura. Y con esta, dice, el ensanchamiento del mundo, que era muy chiquito en Cochabamba. Y todo por obra, paciencia y método, de aquel hombre, aquel maestro, aquel hermano, de “cabellos blancos y unos ojos dulces entrañables”.
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