El 6 de febrero de 2020, una mujer de 57 años murió en su casa, en el condado de Santa Clara, una ciudad al sur de San Francisco. El fallecimiento fue considerado sospechoso por las autoridades de California, que ya estaban en guardia a la espera de la llegada del coronavirus a la costa oeste de Estados Unidos, la puerta de entrada de la mayoría de enfermedades en territorio estadounidense. Esta fue la primera muerte causada por el virus en el país, un diagnóstico que tardó dos meses en confirmarse por problemas en las pruebas durante la Administración de Donald Trump. A esta mujer han seguido un millón de víctimas más, una cifra que la nación ha alcanzado este jueves.
Cada estadounidense muerto por covid ha dejado un promedio de nueve familiares en duelo. Aproximadamente nueve millones de personas, el 3% de la población, sienten un vacío permanente en su vida que una vez fue llenado por un padre, hijo, hermano, cónyuge o abuelo. Se calcula que al menos 150.000 niños han perdido a un progenitor o tutor en todo el país. La cifra ha sido confirmada por la Casa Blanca. El país suma unos 300 fallecimientos diarios, en promedio, esta primavera.
“Hoy alcanzamos un trágico hito: un millón de vidas estadounidenses perdidas por el covid-19″, ha dicho el presidente estadounidense, Joe Biden, en un comunicado. “Como nación, no debemos sentirnos adormecidos ante tanto dolor. Para sanar hay que recordar. Debemos mantenernos vigilantes frente a esta pandemia y hacer todo lo posible para salvar tantas vidas como sea posible, tal y como lo hemos hecho con más test, vacunas y tratamientos que nunca antes”, ha agregado el mandatario, quien ha ordenado, en honor de las víctimas y sus seres queridos, que la bandera estadounidense ondee a media asta “hasta la puesta de sol del 16 de mayo” en la Casa Blanca y edificios públicos.
Desde el inicio de la pandemia, las cifras de los países miembros reunidas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) dan un total de 5,4 millones de fallecidos por covid-19 en estos dos años. El organismo afirmó la semana pasada que la pandemia provocó entre 13 y 17 millones de muertes en el mundo, de enero de 2020 a diciembre de 2021, alrededor del triple del total de los balances oficiales, mostrando la devastación de la peor pandemia vivida en el planeta desde hace un siglo.
Tras varios meses de remisión de la pandemia en el país más enlutado del mundo (por delante de Brasil, India y Rusia), Estados Unidos registra desde hace un mes un aumento diario de casos. Según datos actualizados el 22 de abril, alrededor del 14% de las muertes por covid-19 en EE UU se han dado entre negros no hispanos y afroamericanos.
El aumento ocurre en un contexto en que ha dejado de ser obligatoria la mascarilla, un accesorio que fue motivo de guerra política entre demócratas y republicanos durante varios meses. Su uso ahora solo se aconseja en interiores, y la cuarta dosis de la vacuna está disponible solo para los mayores de 50 años. El 66% de los estadounidenses tiene su esquema completo de vacunación. A mediados de febrero, la costa oeste enterró la mascarilla ante la caída de los casos. Los gobernadores de California, Oregón y Washington anunciaron entonces el fin de la obligatoriedad para las escuelas, mientras California anunciaba que dejaba de exigirla a los no inmunizados.
El condado de Los Ángeles registra hoy algo más de 32.000 muertes, sobre un total de casi tres millones de casos. California, el estado más poblado del país con casi 40 millones de habitantes, tiene la mayor cifra de decesos, más de 90.000 muertos, con 9,3 millones de casos. Los más afectados han sido los negros y latinos. Sin embargo, en tasa de mortalidad, el número de muertes por cada 100.000 habitantes, California es el número 12 con menos fallecimientos entre los 50 Estados. Arizona, Misisipi, Oklahoma y Alabama ocupan los primeros puestos de mortalidad con más de 400 muertes por cada 100.000 habitantes.
La tragedia ha tenido un rostro urbano. Las ciudades y núcleos urbanos fueron las que más víctimas mortales han registrado a lo largo de la pandemia. A Los Ángeles les siguen Phoenix, con más de 17.300 muertes; Chicago, con 14.300; el condado de King, a las afueras de Frenso, 12.800; Queens, en Nueva York, con 11.875; Houston y Miami, con 10.900 decesos; Las Vegas, con 8.458; Detroit, que sumó 7.900 y Bronx, con 7.743 muertes. Estas son las diez urbes con más fallecidos, según la Universidad Johns Hopkins.
El relajamiento de las medidas ha dejado un aumento de los contagios. California registra unos 8.000 nuevos contagios diarios, un 20% más en las últimas dos semanas. La subida se debe a subvariantes de ómicron, más transmisibles que las cepas precedentes, aunque sus efectos parecen menos graves en un país donde el 66% de la población está vacunada, aunque esta cifra se sitúa en 90% para los mayores de 65 años. Algunas ciudades en la costa oeste están ordenando el retorno de las mascarillas para sus empleados y en el transporte público.
Nueva York, la zona cero de la tragedia
Georgina Aguirre, una ecuatoriana llegada a Estados Unidos en 1989 con su hija, se convirtió en la primavera de 2020 en una de las primeras víctimas mortales de la pandemia en Nueva York, cuando la ciudad era la zona cero del coronavirus en América. Los camiones frigoríficos no daban abasto entonces para almacenar los cuerpos rechazados por las morgues saturadas. La covid acabó con ella a los 59 años. “Era la que congregaba a todos a su alrededor, a familiares, vecinos, amigos; el imán que tiraba de todos, pero por culpa de este virus tuvo que morir sola, como si la hubiéramos abandonado. Así también la enterramos, en soledad”, recordaba hace una semana su hija, Karly, a un grupo de vecinos tras una misa de aniversario, en un populoso barrio del norte de Manhattan.
La muerte de Aguirre no solo fue una tragedia personal, íntima -más privada si cabe por la imposibilidad de cumplir con los ritos fúnebres colectivos por el confinamiento-, sino un ejemplo prototípico del impacto del coronavirus en la comunidad hispana, que junto con la afroamericana fue la más golpeada por el virus. Otra muestra de la desigualdad que recorre una ciudad que ha perdido desde marzo de 2020 a 40.256 de sus casi nueve millones de habitantes por el virus; 67.892 muertos en el conjunto del Estado.
Los neoyorquinos negros y latinos morían el doble que sus vecinos blancos o asiáticos, según datos preliminares publicados en abril de 2020. La tasa de mortalidad por covid entre la población latina era de 22,8 por cada 100.000 habitantes y la de la población negra, de 19,8 por 100.000. En comparación, morían 10,2 blancos, y 8,4 asiáticos. El carácter de trabajadores esenciales de la mayoría de las víctimas, de repartidores de comida a personal sanitario, policías o bomberos, es otra característica que los hermana, al haberlos expuesto más al contagio. También la disparidad de vacunación entre estas comunidades: los afroamericanos y latinos han sido los más reticentes a inocularse. La desproporción racial en el impacto del virus fue corroborada en febrero pasado por los Centros para la Prevención y Control de Enfermedades (CDC, agencia de salud federal).
Como dato global, correspondiente al conjunto del país, si todos los adultos estadounidenses fallecidos por covid hubieran perecido al mismo ritmo que los blancos con educación universitaria, habría muerto un 71% menos de personas de color. Aunque la publicación de los datos, desglosados por raza, provocó cierto malestar inicial en Nueva York, el defensor público de la ciudad consiguió su propósito de que las Administraciones local y estatal los proporcionasen, como recordatorio de las brechas raciales existentes.
Más de dos años después, Nueva York contiene hoy el aliento ante la difusión de la subvariante ómicron BA.2. El nivel de alerta ha pasado de bajo a medio en las últimas dos semanas, aunque la vacunación generalizada de la población (el 79% ha recibido la pauta entera, y el 86% de los mayores de 65) mantiene en mínimos la cifra de muertes, 17 al día de promedio en los últimos 14 días, un incremento del 24%. Un porcentaje infinitesimal comparado con el registrado en los distintos picos de la pandemia, como el de la variante delta: los hoyos cavados en la explanada anexa al cementerio de Greenwood, en Brooklyn, se reproducían a diario.
La embestida del coronavirus en el Estado de Nueva York ha dejado muchas preguntas sin resolver, como el número total de muertos en las residencias de mayores, un asunto maquillado en su día por el equipo del entonces gobernador Andrew Cuomo y que, entre otras causas, terminó costándole el puesto. También sobre el impacto socioeconómico de la tragedia. El sector de servicios es el que menos se ha recuperado, por la especial incidencia del virus en sus trabajadores. Solo el 8% de los trabajadores del distrito financiero de Manhattan han regresado a sus puestos de trabajo los cinco días de la semana; el resto sigue teletrabajando. El turismo también está lejos de haberse recuperado, pese a la reapertura de las fronteras a viajeros procedentes del extranjero, con la excepción de China.
Otros efectos devastadores se dejan notar con retraso: el fin de la moratoria antidesahucios para paliar el impacto económico de la pandemia, en enero pasado, ha vuelto a reactivar procesos de desalojo que, en plena escalada inflacionista, golpean otra vez a los más golpeados por la pandemia: los inquilinos de los projects, como se conoce a las viviendas sociales, una aplastante mayoría de afroamericanos y latinos. También se acabaron los cheques de estímulo del Gobierno federal, y en septiembre, las ayudas extra por desempleo. De ahí que la nueva oleada de la subvariante BA.2, si bien menos letal que las anteriores, encuentre a un amplio sector de la población extenuado por los esfuerzos de dos años de lucha contra el virus.
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