El aislamiento a Moscú ofrece una oportunidad inesperada para la región con las mayores reservas de crudo del mundo. El objetivo: presentarse como un proveedor confiable, en contraste con la volatilidad de otros exportadores.
A principios de marzo, Estados Unidos, la Unión Europea y el Reino Unido anunciaban públicamente la voluntad conjunta de dejar de depender del petróleo y del gas ruso. El objetivo político y económico era (y es) dejar de depender de un régimen en el que —en palabras la jefa del ejecutivo de la UE, Ursula von der Leyen— se sienten incapaces de confiar. Washington y Londres dieron el paso pronto, y fueron pronto secundados por Canadá y Australia. Bruselas se ha demorado un poco más, pero esta semana ya ha anunciado un veto comunitario al crudo procedente del gigante euroasiático.
Con este cambio radical de panorama, a los trece países de América Latina y el Caribe que disponen de algún tipo de reserva de combustibles fósiles se les ha abierto de par en par una ventana de oportunidad con la que no contaban ni de lejos: la de sustituir, siquiera parcialmente, la energía que hasta ahora procedía de Rusia y que desde el inicio de la guerra se ha convertido material tóxico en Occidente. El botín al que optan no es menor: Moscú vende al mundo ocho millones de barriles diarios, cinco de crudo y otros tres de derivados.
La promesa de nuevas exportaciones dejan atrás los años de negocio ruinoso, en los que en muchas geografías extraer un barril costaba más que lo que se obtenía por su venta. Con el crudo ya claramente por encima de 100 dólares, el ánimo ha dado un giro radical: del pesar y la desazón, a una esperanza cada vez más evidente. “Hasta ahora, en el mercado petrolero solo mandaba el precio: se compraba el barril más económico. Esto ha cambiado [tras la invasión rusa de Ucrania]: sigue importando el precio, pero también que el origen sea un país amigo, que no te vaya a chantajear. Tras este cambio, América Latina ha pasado de estar mal posicionada a tener una oportunidad enorme, que ahora debe aprovechar”, explica por telefóno Mauricio Cárdenas, ex ministro de Energía de Colombia.
“Los altos precios impulsarán la actividad petrolera en América Latina, pero el reverso de la moneda es que el encarecimiento de los productos refinados también impactará negativamente”, esboza Marcelo de Assis, jefe de la consultora especializada Wood Mackenzie para el la región.
Sobre el papel, el potencial es muy considerable. La mayoría de países petroleros del bloque aún cuentan con margen de explotación ante sí, a la luz del ratio de producción diaria (barriles) por reservas probadas (en millones de barriles). Y todos ellos tienen que pisar al máximo el acelerador de la extracción para evitar que sus ingentes reservas acaben quedándose bajo tierra: con la transición energética lanzada —y probablemente acelerada por la guerra—, la mayoría de expertos consultados cree que la actual será la última década en la que el crudo tendrá aún un papel significativo en la matriz energética. En la actual tesitura, además, no hay contradicción desde el punto de vista ambiental: se trata de reemplazar un petróleo que antes vendía otro productor (Rusia), no de aumentar el volumen total que se pone en el mercado. Lo único que cambiará será el lugar de donde se extrae.
“Es una competencia por ver quién va a sustituir el crudo ruso, y la región tiene una gran ocasión para presentarse como suministrador confiable: Europa no quiere diversificarse mirando a otros exportadores volátiles”, apunta Luisa Palacios, profesora de la Universidad de Columbia. Esto, dice, convierte a “los exportadores más estables —Brasil, Colombia, Ecuador— en los candidatos más obvios”.
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