John Cerna, 27 años, llevó la cuenta de cada día que estuvo preso: 1075. “Me faltaron 20 días para completar los tres años”, dice. De esos casi tres años de prisión, dos años y cinco meses los pasó en celdas de máxima seguridad. Dos de ellos en las peores celdas de las cárceles de Daniel Ortega. No es casualidad que los presos las hayan bautizado como “El infiernillo”.
Por Fabián Medina Sánchez / Infobae
Cerna no es un alto jefe narco ni un asesino múltiple. Hasta abril de 2018 era un estudiante de ingeniería, que se describía como activista social y más bien ajeno a las pasiones políticas. Trabajaba de día en un centro de atención telefónica y por la noche estudiaba en la Universidad Pública de Ingeniería, UNI. Practicaba tae kwon do y jugaba billar con sus amigos.
Su apodo de “Tigrillo” se lo ganó en los Boy Scouts donde a los miembros les asignan un tótem. El de Cerda era “tigre”, pero, entre broma y broma de la muchachada, derivó a “Tigrillo”, como todavía le llaman.
Su vida cambió con las protestas de abril del 2018 contra el régimen de Daniel Ortega. “La noche del 18 de abril yo estaba molesto porque la gente de UNEN (la organización estudiantil oficialista) nos había sacado de un examen para participar en unas elecciones que a mí no me importaban. Yo estaba en quinto año de la carrera y solo me faltaban tres clases para graduarme. Al salir a la parada de buses vi que todo estaba desolado y al llegar al cuarto donde vivía, encendí la televisión y vi lo que estaba pasando”.
Con otros estudiantes quedaron en verse al día siguiente en la universidad, pero al llegar a una gasolinera cercana fueron recibidos con balas de goma y bombas lacrimógenas que lanzaba la policía. A partir de ahí se involucró de lleno en las protestas, ya sea con mortero en mano o socorriendo heridos con los conocimientos de primeros auxilios adquiridos en los Boy Scouts.
Cerna participó en la toma de la Universidad de Ingeniería, vio morir a compañeros, recibió un par de perdigones de escopeta y escapó de morir a manos de los francotiradores que apostó el régimen en las alturas, con orden de tirar a matar contra los estudiantes. Una bala le pasó rozando la sien.
“Yo todavía conservo dos perdigones de escopeta: uno en el hombro y otro en la sien. La cicatriz que tengo en la cara es el refilón de un tiro de dragunov (fusil ruso de francotirador). El 28 de abril, a eso del mediodía, a mí me disparan a la cara. No caigo inconsciente, solo corro al puesto médico. Me llevaron al Hospital Bautista. Como me dijeron que tenía que pagar agarré un taxi y me regresé a la UNI, porque yo era el que había alborotado a todos e iban a decir que el loco al que se le ocurrió ese plan ya lo mataron… ¿Y ahora qué? No esperaban verme regresar”.
Cuando policías y paramilitares los desalojaron de la UNI, se integró a otra universidad tomada, la UNA-Managua, donde también los desalojaron y, con un grupo, se vio obligado a refugiarse en la iglesia vecina Divina Misericordia el 13 de julio de 2018, en uno de los episodios más dolorosos de la represión de ese año. Durante 14 horas la pequeña iglesia fue sometida a una lluvia de bala por paramilitares y policías, que mataron a dos estudiantes: Gerald Vásquez, de 20 años y Francisco Flores, de 21.
Después de la violenta represión a las protestas, John Cerda quedo viviendo prácticamente en la clandestinidad. Expulsado de la UNI, logró inscribirse en la UCA y alquiló un cuarto a cinco cuadras de la universidad para llegar caminando. El 28 de febrero de 2020, en ese trayecto, fue capturado e iniciaría los 1075 días que pasó en prisión.
“Cuando voy a la UCA veo a dos tipos en moto, pero era evidente que eran policías. Una camioneta viene detrás de mí con policías de civil. Me corro por unos callejones y activo el SOS del celular para dar la alerta a cuatro contactos. Un amigo me regresa la llamada y logro decirle ´ya están aquí´ antes de tirar el celular”.
“Me agarraron a culatazos. Me rompieron dos o tres costillas. Al ver que yo había hecho una llamada antes, entendieron que ya no me podían perder. Me llevaron a la casa y me tiraron a una patrulla. Luego, me llevaron a El Chipote”.
Dice que ese mismo día los policías lo metieron a un cuarto y le mostraron su mochila. “¿Esta es tu mochila?”, le preguntaron. “Les digo que sí. La abren y ya no hay computadora, ni cuadernos, sino que hay dos paquetes grises y una bolsa con coca. Ahí mismo hacen la prueba de campo y anotan: tres kilos de marihuana y cien gramos de cocaína”.
Al día siguiente, John Cerna fue llevado al Instituto de Medicina Legal, donde una médico forense dictaminó que las escoriaciones en el cuerpo y las costillas rotas eran el resultado de una caída.
John Cerna fue condenado a 12 años de cárcel por el delito de “tráfico ilegal de estupefacientes”, además de 600 días de multa. El 4 de marzo de 2020 fue enviado a La Modelo, la cárcel más grande de Nicaragua.
Los primeros seis meses de cárcel los pasó con los presos comunes, pero el 16 de septiembre de 2020 lo trasladaron a “El Infiernillo”, donde están las celdas más temidas de las cárceles nicaragüenses.
La Modelo es un complejo de edificios que se extiende por 13.980 metros cuadrados. Al fondo del penal, separada por muros de cinco metros de altos y custodiada con guardas armados, se encuentra el área de seguridad, conocida como Galería 300, destinada en su origen para presos de alta peligrosidad, pero usada por el régimen de Daniel Ortega para aislar a ciertos presos políticos.
La Galería 300 tiene 150 celdas con capacidad para 300 presos, dos por cada celda. “Las celdas miden 2.2 metros de frente por 3.2 metros de fondo, incluyen dos camastros, uno sobre otro, una pila para agua, un hoyo para pon pon, un diminuto lavadero. Dos ventanitas de 15 x 15 centímetros a una altura de dos metros. La puerta frontal es forrada con láminas de hierro, son semioscuras y el aire circula con dificultad, el calor casi siempre es tremendo. Son similares a las bóvedas funerarias todas de cemento”, describió el profesor Ricardo Baltodano a la plataforma Artículo 66, después de pasar seis meses como preso político en esas galerías.
Esta galería tiene además las celdas de castigo, desprovistas de ventanas e iluminación, que los reclusos han bautizados como El Infiernillo y La Chiquita, por el insoportable calor que se padece y las reducidas dimensiones del espacio.
“El infiernillo significa temperaturas de 40 grados Celsius para arriba, 24 horas cada día sin ventilación, sin sol directo, sin lluvia, y, por si fuera poco, me pusieron en el lado oeste, donde se apaga el sol, entonces se mantiene más caliente. Cuando se va el sol ponen unos reflectores desde una torre, que mantiene el calor infernal”, relata Cerna.
“El agua es escaza e insalubre. En la mayoría de las celdas de máxima seguridad hay un hueco y una pileta, pero en “El Infiernillo” hay inodoro y pileta, pero el inodoro por lo general no sirve porque es metálico y los presos lo usan para hacer puñales”.
Dice que fue enviado a El Infiernillo “por la guerra que les hice en la prisión. Yo protestaba de todas las formas posibles. A mi novia le querían poner droga y peleé por eso, y una carta que publiqué fue la cereza del pastel”.
La carta a la que se refiere fue publicada el 28 de junio en la plataforma centroamericana El Faro, donde denuncia a la dictadura de Ortega y critica a la oposición. “Hoy le toca a nuestra generación hacer la historia. Desde la cárcel, ahora soy yo quien dice lo que antes, frente a otra dictadura, dijo Carlos Fonseca: ¡Yo acuso a la dictadura!”, expresó.
“Al primer mes de estar en El Infiernillo se me pudrió la piel”, relata. “Estaba sin contactos con nadie, 40 minutos de visita detrás de un vidrio cada 40 días, no me daban el medicamento que me llevaba mi mamá. A mi mamá y a mi novia las desnudaban por completo cada vez que me visitaban, las revisaban de pies a cabeza y le ponían hasta los perros. Convulsioné tres veces en El Infiernillo. No soy epiléptico, pero el perdigón que tengo en la cabeza me genera episodios convulsivos cuando sufro estrés”.
Dormía desnudo sobre una plancha de concreto por el calor y usaba el uniforme de preso como colchón.
Dice que frecuentemente le daban golpizas. El detonante para una golpiza podía ser que alguien publicara algo sobre él en redes sociales o que algún medio de comunicación recordara su caso.
Lo sacaban con el pretexto de que iba a atención médica y lo llevaban con grilletes a una banca alejada. “Cuando a uno lo sacan, primero le ponen el grillete en la muñeca. Ponen grilletes en el tobillo y empiezan a socarlos de tal manera que uno pierde la circulación y aun así tiene que caminar. Nos llevan a una banca, no a una que hay en la galería para que los otros presos no ´claveen´ (reclamen) por nosotros, nos llevan hasta la planta médica o al área de descargue que esta como a 30 metros de la galería. Nos amarran con otro grillete a la banca y ahí empiezan con tonfas, con las botas a patearnos en la chimpinilla, en la cabeza y los codos, básicamente donde no quede huella después de cierto tiempo. Como la mayoría de los guardas son gordos y fodongos, cuando se cansan, empiezan a abofetearnos”.
“La bienvenida que me hicieron fue guindarme de las muñecas y de los tobillos. No pude mover mi pierna derecha por una semana porque me guindaron de un portón”, añade.
Dos años después de estar en El Infiernillo, el 15 de septiembre de 2022, los carceleros trasladan a John Cerna a otra celda, siempre dentro del área de la galería 300 de máxima seguridad. “Me sacaron porque necesitaban las celdas del Infiernillo para meter a los mata-policías y femicidas condenados a cadena perpetua. Me llevan a la galería 2, celda cinco. Pase dos años y cinco meses en máxima seguridad”, dice.
El infierno de John Cerda terminó la noche del 8 de febrero pasado cuando lo sacaron del penal. A la mañana siguiente estaba saliendo junto a otros 221 presos políticos en un avión hacia Estados Unidos, rumbo al destierro. Con su destierro y pérdida de nacionalidad nicaragüense, dice, la dictadura de Ortega está reconociendo que siempre fue un preso político.
Ahora Cerda quiere reconstruir su vida. Busca trabajo y pretende terminar sus estudios interrumpidos. Trata de alimentarse bien y lleva terapia psicológica. Sobre Nicaragua, dice: “Mi mente y mi corazón están allá. Yo voy a regresar. ¿Cuándo? No sé, pero lo voy a hacer”.
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