Ghislaine Maxwell pasará gran parte del resto de su vida en prisión. El Tribunal de Nueva York que la condenó por tráfico sexual la sentenció este martes 28 de junio a 20 años de prisión. En una celda miserable, comiendo comida en mal estado, aislada. Sin los cuidados estéticos a los que dedicaba varias horas al día. Fue hija de un magnate y la pareja de otro. Pero ahora ya no le queda nada. Ni siquiera la libertad.
Nació en la navidad de 1961. Su vida, tal vez, cambió a las tres semanas de su nacimiento. El auto en el que iba su hermano Michael de 15 años sufrió un grave accidente automovilístico. El adolescente quedó en estado vegetativo durante siete años hasta su muerte. La desgracia cambió la vida familiar.
En medio de la desesperación y el duelo nadie tenía demasiado tiempo ni ánimo para prestarle atención a la bebé recién nacida. Su madre lo reconoció tiempo después en sus memorias. Pero Ghislaine peleó por su lugar y se encargó de buscar la atención de sus padres. Pasados unos años, esa situación se revirtió y su padre la privilegió por sobre sus hermanos.
La familia vivía en un gran castillo en Oxford que tenía 53 habitaciones. Era el edificio comunal pero al encontrarse en mal estado de conservación y ser demasiado oneroso para la ciudad, Robert Maxwell, con su típica habilidad comercial, logró quedárselo casi sin costo con el compromiso de mantenerlo.
El poderoso Maxwell había nacido en la entonces Checoslavaquia. Provenía de una familia muy humilde. Se destacó en la guerra. Su carrera en el mundo de los negocios fue fulgurante. Fue editor, miembro del parlamento inglés y magnate de los medio. Tuvo gran influencia en la vida europea durante años a través de sus contactos, negocios, empresas y presiones.
Ser la favorita de papá no la salvaba a Ghislaine de recibir sus abusos verbales y físicos. En la mesa familiar Robert era capaz de interrogar a sus hijos sobre algún tema histórico o de política mundial y enfurecerse si no conocían la respuesta. Los castigos eran muy severos y una de las especialidades del padre era pegarles con su cinturón.
Robert Maxwell tenía puestas todas sus esperanzas en Ghislaine. Se rumorea que movió influencias y organizó veladas para que conociera a John John Kennedy, a quien pretendía como yerno.
La favorita de papá primero fue el colegio más exclusivo de Inglaterra; luego, la Universidad de Oxford. Estudió literatura e historia moderna. Tenía el mundo a su disposición. El padre la nombró directora del Oxford Club, un equipo de fútbol del que era propietario y le proporcionó el dinero para que pusiera una empresa que se dedicaba a los regalos corporativos.
Tenía una profusa vida social. Era hermosa, desbordaba de actitud, vestía con ropas muy caras, siempre a la última moda y participaba de los eventos sociales más importantes. Cada semana salía en las revistas de actualidad, en las noticias sociales. Ghislaine era empresaria y ejecutiva pero era vista como una british socialite, como un miembro de la Alta Sociedad Británica, del Jet Set. Lo importante en su vida no parecían ser sus tareas profesionales sino sus (múltiples) apariciones sociales.
Durante un tiempo salió con el conde italiano Gianfranco Cicogna, un aristócrata que como ella disfrutaba de la vida social.
En enero de 1991 cruzó el Atlántico. Se convirtió también en una figura en Manhattan. Su padre había comprado el New York Daily News y ella fue enviada como cabeza del proyecto, como representante directa de Robert Maxwell. Pero ese reinado en Nueva York fue muy breve.
El 5 de noviembre de 1991 Robert Maxwell desapareció de la cubierta de su yate, el Lady Ghislaine (sería redundante explicar el nombre), mientras navegaba por las Islas Canarias. Poco después fue encontrado en el agua sin vida.
La muerte de Robert Maxwell quedó envuelta en el misterio. ¿Suicidio? ¿Repentina falla cardíaca? ¿Un accidente? ¿Asesinato? Todas las hipótesis se blandieron y tuvieron sus fervientes defensores. La vida y el presente tormentoso (y hasta ruinoso) de sus negocios abrían cada posibilidad. Ghislaine siempre sostuvo que su padre había sido asesinado. Sus hermanos, en cambio, nunca lo creyeron. Para ellos se trató de un suicidio o de un accidente.
Tras la muerte de Maxwell se desató un vendaval en sus empresas. Se descubrió un fraude colosal pergeñado por el magnate para inflar el valor de sus activos e incumplir con sus obligaciones fiscales. Las deudas eran abrumadores. Nada era lo que parecía. Y la ausencia del jefe supremo apuró el desenlace. El imperio se empezó desmoronar. Dos de los hermanos de Ghislaine fueron detenidos y acusados de fraude.
A fines de 1992 ella se instaló en Manhattan. Dejó atrás Inglaterra. Los problemas de su familia, la justicia investigando, las dificultades económicas, la hicieron buscar un nuevo ambiente.
Tenía una renta anual de 100.000 dólares que su padre le había dejado en un fideicomiso; eso a cualquiera le hubiera permitido vivir bien pero sin los grandes lujos y los programas exóticos de antes, a los que ella estaba acostumbrada. Alquiló un departamento por el que pagaba alrededor de 2.000 dólares por mes. Y comenzó a trabajar en el mercado inmobiliario. Necesitaba trabajar. Era la primera vez que le pasaba en la vida.
Pero de pronto, hubo un cambio radical en su situación inmobiliaria. Pasó a vivir en un mansión de cinco pisos, valuada en alrededor de 15 millones de dólares, en el centro de Manhattan. Otra vez comenzaron las fiestas, las fotos en las revistas.
El dinero para adquirir la propiedad, se supo, después fue proporcionado por Jeffrey Epstein. Ellos habían iniciado una relación amorosa que al principio pasó desapercibida pero que al poco tiempo ocupó las páginas de las revistas y las columnas de chismes de los diarios.
Sin conocer la implicancia sentimental de cada uno, se puede afirmar que en términos prácticos la relación le trajo beneficios a ambos. Epstein consiguió ingresar en círculos de élite y de la alta sociedad en los que estaba vedado (o en los que ni siquiera era considerado) y ella recuperó, de pronto, cuando parecía que era un asunto del pasado que se había ahogado en las Canarias junto a Robert Maxwell, la vida lujosa: mansiones, jets privados, gastos suntuosos.
La pareja duró unos años. Pero tras la ruptura Ghislaine y Epstein siguieron relacionados. En el reciente juicio una testigo declaró que ella era “la señora de la casa”.
La relación que persistió era difícil de definir pero tenía sus consecuencias evidentes: “Era mitad novia, mitad empleada, una especie de gerente general y mejor amiga. Era la que arreglaba los problemas y facilitaba las cosas” dijo la testigo ante el tribunal.
Ella organizaba las casa y al personal. A cada nuevo empleado le entregaba un manual de 58 páginas con las indicaciones sobre cómo debían comportarse (no se podían dirigir a Epstein, ni mirarlo a los ojos) y los hacía firmar un convenio de confidencialidad. Ella era la que daba las órdenes y manejaba las finanzas cotidianas.
Ghislaine consiguió recuperar el status y la fortuna perdida tras la muerte de su padre a través de la relación con el financista. Y también lo logró tras la ruptura con Epstein. Pero este último paso demostró a lo que ella estaba dispuesta a hacer para no pasar necesidades económicas ni descender socialmente. Pasó de ser la novia de Epstein a su madama.
Ella le conseguía a Epstein las adolescentes para que le dieran sus tres masajes sexuales diarios, las disuadía, las amenazaba, las convencía de que se fueran de viaje con el financista y sus amigos poderosos, hacía lo necesario para reclutar a las reemplazantes y hasta participaba en varias de las sesiones.
Robert Maxwell y Jeffrey Epstein se parecieron en muchas cosas más allá del vínculo con Ghislaine. Ambos tuvieron una infancia humilde, con privaciones. Se hicieron de abajo a fuerza de trabajo, ambición desmesurada y falta de escrúpulos. Dominaron su negocio a fuerza de manejos despóticos, explotaron sus contactos. Eran maltratadores seriales de la gente que trabajaba con ellos. Se convirtieron en mega millonarios. Creyeron que su poder era tan inmenso que la justicia no los podía alcanzar. Y la muerte de los dos se dio en circunstancias sospechosas, rodeada de incertezas, y en momentos en el que sus imperios se derrumbaban.
No se puede entender la relación de Ghislaine con Epstein sin mirar la que tuvo con su padre. Pasó de estar bajo la influencia de un monstruo para estar bajo el poder de otro.
En el juicio que terminó pocos días atrás Maxwell fue encontrada culpable. Quedó probado que ella era la que conseguía las menores de edad para que Epstein abusara de ellas. Ella se ganaba su confianza, y en los casos en que se resistían era la que las convencía de que se quedaran. Las llevaba de viaje para que se convirtieran en los juguetes sexuales de Epstein y sus amigos poderosos.
“Ella simulaba ser una mujer en la que las menores podían confiar”, dijo el fiscal en su acusación. Ghislaine, en ocasiones, también participaba de los actos sexuales.
Ghislaine Maxwell sostuvo su inocencia pese a las masivas pruebas en su contra. En algún momento creyó que ella no sería juzgada pero la muerte de Epstein cambió la situación. La puso en la primera fila. Por ello, su defensa y su hermano sostuvieron que ella era sólo un chivo expiatorio.
Recibirá la condena en las próximas semanas. Todavía falta que la juzguen en dos causas por falso testimonio por sus declaraciones como testigo mientras se investigaba a Epstein. Ghislaine pasará el resto de sus días en prisión.
En las audiencias se mostró altiva e impasible. No reconoció ningún de sus crímenes ni expresó alguna palabra de comprensión hacia las víctimas. Ahora, se supone que la justicia norteamericana irá tras otros poderosos que participaron de los abusos propiciados por ella y por Epstein. Uno de los principales apuntados es el Príncipe Andrés.
Semanas antes del juicio, Ghislaine Maxwell brindó una entrevista. Se quejó de las condiciones de detención. Dijo que le dan comida podrida, que convive con ratas, que la maltratan, que se arranca el pelo cómo puede para adecentar su imagen. Describía sus condiciones de vida como infernales. Está las 24 horas bajo vigilancia. 10 cámaras siguen sus movimientos por cualquier lugar de la cárcel. No quieren que suceda lo que pasó con Epstein.
Esas condiciones están en el extremo opuesto a cómo vivía bajo el imperio de su padre o de Epstein. La paradoja es que todo lo hizo para mantener los privilegios desmesurados de los que gozó toda la vida pero eso la llevó a una prisión de 2 x 3.
Cualquiera de los lujos que alguien pueda imaginar, ella los disfrutó. Mansiones, yates inmensos, hoteles de lujo, islas privadas, asistentes personales, masajes diarios, nunca repetir un vestido, los restaurantes más sofisticados, vinos de miles de dólares por botella en cada comida. Hija de un millonario, esposa de otro, Ghislaine Maxwell estuvo más de cuarenta años frecuentando los círculos más exclusivos. Se reunía con miembros de la realeza, presidentes, magnates, figuras de Hollywood. Su presente, es otro. Ya no le queda nada de todo eso. Ni siquiera la libertad.
Vivía en una mansión en pleno Manhattan que vendió por 16 millones de dólares. Hoy pasa sus días, en la misma ciudad, pero en una celda de 3 por 2. Nada quedó de lo que era. Tras ser encontrada culpable, sus días miserables, parece, se van a extender hasta casi el fin de su vida.
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