Una manicurista, del municipio San Rafael de Carvajal, estado Trujillo, sale todos los días a trabajar y, en promedio, espera de una a dos horas para trasladarse al municipio Valera.
María Danieri | Diario de Los Andes
Pide colas a motorizados, camioneros o cualquier conductor, que le pueda hacer el favor de llevarla, pues su cantera de clientes están en esa ciudad, ubicada a 15 kilómetros de su residencia.
Sin embargo, a las 10:00 a.m., de este martes, 12 de mayo, tiene más de una hora y nadie se ha detenido “a salvarla», como dice ella, mientras mira la carretera.
Mari Casorla, como se identificó, no cuenta con un salario fijo, que le permita guardar una cuarentena social indefinida.
Hay días en los cuales no tiene para comer y, un servicio de manicura y pedicura, le procuran unos 400.000 bolívares. No son una fortuna, pero son suficientes para llevar algunos alimentos a su mesa.
El hambre, en sí, no es un desafío para ella. Es su motivación. Se repite “a nadie le falta Dios» y espera que todo le salga bien en el día.
Su principal obstáculo para lograr este objetivo, además de un posible contagio por coronavirus, es la falta de transporte público, que aqueja a la región desde finales de marzo.
La Zona Operativa de Defensa Integral (Zodi) Trujillo prohibió la circulación de las líneas y el único servicio permitido es Bus Trujillo. No obstante, estas rutas tienen pocas unidades (solo dos para Carvajal) y únicamente llevan a personal de salud o ciudadanos con salvoconducto.
Mari se ha montado en varias ocasiones, a escondidas, pero de regreso a su hogar, debe volver en la parte trasera de un camión o en un bus pirata, que cobra sobreprecio (de 20.000 a 50.000 bolívares) y la deja a mitad de camino. Ese tramo restante, usualmente, debe hacerlo a pie.
Ella no es la única, decenas de personas, desde el principio del aislamiento, han desafiado las restricciones de circulación en Escuque, Rafael Rangel, Motatán, Urdaneta y Pampanito, localidades aledañas, e influenciadas comercialmente, a Valera.
No lo hacen por gusto, o llevar la contraria, simplemente por sentido de supervivencia.
Si cualquiera se detiene un momento en la Avenida Principal, de cualquiera de estos municipios, los pueden observar: algunos caminan largos trayectos hasta los expendios de comida, otros viajan en la parte trasera de vehículos de carga; y una minoría va en sus bicicletas desempolvadas.
Esas que guardaron por capricho o por tener los cauchos desgastados. Vehículos útiles debido a la falta de gasolina, que también restringieron al ciudadano común.
La manicurista cuenta que tres clientes la esperan y, con ese dinero, comprará comida para ella y dos de sus tres hijos. El tercero está en Colombia, en una especie de albergue para menores, porque se fue solo y sin documentos.
Su mirada sigue fija en la carretera. Ruega en voz alta, porque las autoridades reanuden el transporte. De esta manera puede cuadrar un horario, no sujeto a la suerte.
La mujer, de unos 45 años de edad, de pie junto a su maletín de pinturas de uña, tiene casi dos horas de espera, cuando un motorizado, con un tapabocas negro, se detuvo frente a ella.
“ ¿A dónde va? Venga y la llevo» le dijo a Mari y ella se montó. “A nadie le falta Dios» comenta alegremente, antes de perderse en la carretera, junto a su salvador.
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