No se lo recuerda ni como el accidente, ni como la explosión o la desintegración del transbordador espacial. Al episodio se lo conoce como “El desastre del Columbia”. Y eso fue un acierto semántico. Se trató de un desastre a toda escala, técnica y humana.
Faltan 16 minutos para que termine la travesía. Para el resto del mundo se convirtió en rutina. La noticia, si es que alguien la escribe, saldrá en un recuadro mínimo en las páginas interiores del diario. Ya todos están acostumbrados: es el viaje, la misión número 28. Para ellos siete es distinto. Nunca lo podrán olvidar, esa travesía será el momento cumbre de sus vidas. El momento en el que se convirtieron de manera real en lo que millones soñaron en su infancia, y a lo que muy pocos, apenas unas decenas en medio siglo, acceden: ser astronautas, surcar el espacio.
En la base, en las mesas de control, hay seriedad y silencio. Pero no están compuestos de nerviosismo o de incertidumbre. Es la concentración que requiere un trabajo complejo y de precisión. El miedo sólo habita en los familiares de los tripulantes que por amor y por desconocimiento de la tarea no van a respirar tranquilos hasta que todo haya acabado. Cuando el desastre se desata, pese a estas prevenciones, la primera sensación, la que se anticipa al horror y al dolor insoportable, es la de la incredulidad.
Pasó hace veinte años, el 1 de febrero de 2003. El transbordador espacial Columbia estaba terminando su vigésima octava misión. A un cuarto de hora de concluir el trabajo de sus vidas. Habían partido el 16 de enero y habían cumplido con cada uno de sus objetivos. Estaban felices y orgullosos de lo que habían logrado. Ya ocupar un asiento en la nave era un gran logro. A ninguno, ni durante la preparación, ni durante la misión se le cruzó por la cabeza la imagen del Challenger: eso había pasado hacía demasiado tiempo y la NASA, creían –estaban convencidos-, había aprendido la lección.
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Pero sobrevino la tragedia cuando todos estaban listos para festejar.
La estela avanza a una velocidad inconcebible. Una serpentina descontrolada de fuego y humo. Se desprenden otras tiras en llamas. De pronto es como si una constelación de estrellas fugaces hubiera ingresado a la atmósfera. Pero, no. Es el infierno en el cielo. Una lluvia de escombros hirvientes cae sobre Texas y sobre otros estados cercanos. Decenas de miles de piezas. Algunas del tamaño de una moneda, otras como un automóvil chiquito. Una lluvia sucia, pesada, oscura, de restos de una nave espacial.
El transbordador espacial Columbia se está desintegrando. Y sus siete tripulantes ya están muertos.
Apenas el Columbia ingresó a la atmósfera los indicadores en las pantallas del centro de Houston empezaron a mostrar algunos datos fuera de los parámetros. Pronto, demasiado pronto, esos números y gráficos fueron alarmantes. Cuando quisieron comunicárselo al comandante de la nave, la comunicación se interrumpió. Hubo unos minutos en que Houston estuvo a ciegas, en los que no supo que había sucedido. Pero cada hombre sentado en esa sala enorme, aún aquellos que albergaban una pizca de esperanza irracional, sabía lo que había sucedido. Pero no conocían cuál había sido la causa de la tragedia.
A los pocos minutos, la confirmación. El Columbia se había desintegrado en el aire. La noticia llegó a los noticieros que cortaron la transmisión con flashes informativos. Durante unas horas en las redacciones periodísticas se especuló con la posibilidad de un atentado terrorista. Había pasado menos de un año y medio del 11/9. Y uno de los tripulantes, Ilan Ramon, era israelí y como piloto de la fuerza aérea de Israel había participado de la destrucción de un reactor nuclear iraquí matando a diez personas. Esa versión se desechó muy velozmente. Había existido un problema con el funcionamiento del transbordador.
El presidente Bush salió a hablar a las pocas horas, tal vez para apagar rumores: “”Este día trajo noticias terribles y una enorme tristeza a nuestro país. A las 9 de la mañana, el Centro de Control de Houston perdió contacto con el transbordador espacial Columbia. Poco después, escombros y restos fueron vistos caer sobre Texas. El Columbia está perdido. No hay sobrevivientes”. A pesar del tono luctuoso del mensaje, Bush reafirmó el programa espacial: “La causa por la que los astronautas murieron continuará. Nuestro viaje por el espacio seguirá”.
La misión debía partir en el año 2001 pero su lanzamiento fue postergado decenas de veces por diversas razones. La tripulación la integraban cinco hombres y dos mujeres. En ella viajaban por primera vez al espacio un israelí y una científica proveniente de India. Las tareas científicas ocuparon todo el tiempo del periplo. Se dividieron en dos grupos para poder trabajar las 24 horas. Las imágenes de la cabina muestran a un equipo feliz por poder participar de esa odisea espacial. La última de ellas es de apenas un cuarto de hora antes del desastre.
Como en tragedias anteriores dentro del programa espacial, del Apolo I al Challenger, la Nasa volvió tras sus pasos, detuvo el programa por casi dos años e investigó cada procedimiento y cada componente de la nave para poder determinar de manera fehaciente qué fue lo que ocasionó la falla fatal.
Horas después de que el Columbia iniciara su misión, las imágenes del lanzamiento mostraron que un panel de goma espuma de los que recubrían los tanques de propulsión para que no se congelaran, se desprendió y golpeó en el ala derecha del transbordador. Al día siguiente, analizando otras filmaciones, los expertos pudieron ver mejor el impacto. Sin embargo, las imágenes no tenían la nitidez de las actuales y era difícil comprobar si habían ocasionado algún tipo de daño. Pero el incidente fue minimizado por dos motivos. Por un lado, desde el inicio del programa del Columbia, 22 años antes, en cada lanzamiento pequeños fragmentos de esa goma protectora se desprendieron. Había al menos ocho informes que lo certificaban y que llamaban la atención sobre ese evento. Pero al no haber producido antes ningún daño no se consideró riesgosa a la situación. Por el otro lado, los directores del programa consideraron que si existía algún daño en el exterior de la nave era imposible que ese desperfecto fuera reparado por los astronautas en medio de la misión, por lo que era inútil advertirlos de la situación y preocuparlos. Uno de los ingenieros, años después, contó que alertó a sus superiores de la posibilidad de un daño grave y que la respuesta que recibió fue: “No podemos hacer nada. Si les decimos, dejarán de disfrutar su misión y no sabemos si ocurrirá algo cuando reingresen”.
Las investigaciones posteriores determinaron que ese bloque de goma no pegó en las partes blandas del ala, las que a priori los expertos consideraban más vulnerables. Sino en unas juntas que creían que eran prácticamente indestructibles. El impacto abrió una brecha diminuta de unos 12 centímetros de largo y casi diez de profundidad. Esa pequeña herida, esa abertura en el ala, provocó la tragedia. Cuando el Columbia reingresó a la atmósfera por ahí entraron gases calientes que destruyeron el ala, lo que volvió a la nave inestable y por la velocidad que traía se fue desintegrando y destruyendo progresivamente.
La tripulación advirtió el problema pero no tuvo tiempo para hacer nada. Algunos no habían llegado a ponerse el casco, otros los guantes. El comandante comenzó las maniobras para intentar tomar el control de la nave pero todo fue inútil. No había nada que hacer. Las pericias posteriores determinaron que la violenta despresurización acabó con los siete astronautas en cuarenta segundos. Pero si eso no los hubiera matado hubo otras cuatro instancias a las que no habrían sobrevivido. Al perder el control del aparato y girar sin control, descubrieron posteriormente que las medidas de seguridad eran escasas. Los cinturones sostenían la parte inferior del cuerpo pero no sus troncos y brazos que se movían espasmódicamente por la gravedad y la tremenda velocidad, golpeando sin control, lo que les produjo fracturas múltiples y lesiones irreversibles en la columna. Por su parte los cascos no eran como los actuales de la Fórmula 1 y permitían el movimiento de la cabeza dentro de ellos. Los movimientos repetidos y ultraveloces provocaron que los cráneos golpearan innumerables veces en esos segundos de caída libre. En otras circunstancias en las que la posibilidad de sobrevida hubiera existido, el casco en vez de protegerlos, les hubiera provocado lesiones fatales. Por último una obviedad: tampoco habrían sobrevivido al impacto contra el suelo que terminó de desintegrar lo poco que quedaba del Columbia y que dejó una gran mancha negra, de varias decenas de metros de diámetros, un lago oscuro, quemado. De todas maneras, los informes aclararon que ninguna medida de seguridad podía salvaguardar la vida de los astronautas luego de la rotura del módulo espacial, al quedar expuestos a las condiciones de la entrada a velocidad ultrasónica.
Sin embargo, más allá de los aspectos técnicos específicos, a la mecánica del accidente y a ese bloque de goma espuma de 30 x 60 centímetros que provocó el desastre, las conclusiones del informe encontraron las causas del accidente en los procedimientos de la Nasa, algo similar a lo que ocurrió en las tragedias anteriores, a lo que había ocurrido cuarenta años antes con el Apolo I y 17 antes con el Challenger. A la falta de reacción ante algunas alertas, al acostumbramiento a los pequeños errores.
El informe final de más de 400 páginas afirmaba que desde 1983 se producían sucesos como los desprendimientos de goma espuma durante el lanzamiento y que el daño en el ala del Columbia no fue estudiado en profundidad, fue subestimado, pese a las ocho alertas de ingenieros de la Nasa: “Estas prácticas significan que los fallos están incrustados en el sistema de la NASA desde hace 20 años». La socióloga Diane Vaughan habló de “la normalización de la desviación”, que en sistemas complejos como los de las naves espaciales se suele desdeñar algunos potenciales defectos porque inicialmente no producen consecuencias negativas y que se normaliza que esos problemas continúen, se los naturaliza hasta que una tragedia se desata. Otros analistas sostienen que los accidentes en este tipo de casos son inevitables porque es imposible considerar todas las variables por más expertos y tecnología de punta con la que se cuente, que algunos resultados sólo pueden tenerse en cuenta después de producirse.
El informe final también hacía hincapié en que en vez de despreciar el episodio, podrían haber sacado fotos del ala a través de sus satélites para valorar el daño y estudiar cuáles eran las posibilidades reales de una falla catastrófica. Tenían la opción de enviar el Atlantis al rescate de la tripulación.
La búsqueda de los restos del Columbia duró meses y se extendió por tres estados diferentes. Primero se centró en el lugar dónde impactó la nave. Pero luego se tuvo que extender a Arkansas y a Missouri. A pesar de haber sido el rastreo más extenso de la historia (en tiempo, personal y superficie explorada), sólo se pudo recobrar el 40 % de la nave. De más de 40.000 piezas o fragmentos recuperados no se pudo reconocer cuál era su lugar o función en la estructura original. Eso indica el nivel de desintegración del Columbia.
Hubo más de 25.000 voluntarios que participaron del rastrillaje. El FBI destinó 500 agentes. La prioridad era recuperar los cuerpos de los siete tripulantes. Tardaron varios días en encontrar a todos. En el medio la búsqueda se complicó porque debieron rastrillar un espeso bosque que además era un lugar de caza, por lo que hallaron huesos y restos de animales que confundieron con los de los astronautas. De todas maneras, están los que afirman –sin que fuera confirmado por la NASA- que varios de los cuerpos de los astronautas fueron hallados con mutilaciones por la presión del movimiento rotatorio y el cambio atmosférico.
Se montó un enorme galpón. En el piso se dibujó la figura del Columbia en tamaño real y allí se fueron depositando las partes encontradas, como si fuera un rompecabezas al que le faltaban miles de piezas.
La NASA alertó a la población que cada elemento encontrado le pertenecía y aclaró que esos restos eran muy importantes para la investigación de las causas del accidente. Y que debían ser devueltos. Sin embargo, al tiempo varios restos del Columbia aparecieron en subastas on line. Aunque fueron suspendidas y los artículos incautados por la agencia federal, se estima que todavía los coleccionistas navegando por la Web, y pagando mucho dinero, pueden obtener algún fragmento, algún vestigio del Columbia.
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