La historia del pueblo británico con el príncipe Carlos de Gales, el próximo rey de Inglaterra, es mucho más apasionada de lo que podría sugerir su aire flemático y su afición por las rosas de los jardines de Highgrove. Es una historia de amor y odio en dosis tan fuertes como sucesivas. Amor y odio hacia él, hacia quien se convertirá en su reina consorte, Camilla Parker-Bowles, y por lo mismo, un sentimiento que no sólo alcanza a los futuros monarcas, sino al futuro de la monarquía europea.
Víctimas de su tiempo, pasaron de ser los villanos del mayor cuento de hadas del siglo pasado –el de Lady Diana, la chica inocente y plebeya que entró a St. Paul’s Cathedral con un vestido de siete metros y medio de cola para casarse con el heredero al trono ante 750 millones de espectadores que se emocionaron en todas partes del mundo–, a la pareja alegre y madura que logró reescribir las más rígidas convenciones y se ganó la compasión de tantos otros mortales que saben que ni la fidelidad ni el enamoramiento son tan fáciles de someter a reglas. Y mucho menos a las del protocolo real.
La vida del hijo mayor de la reina Isabel II –nacido el 14 de noviembre de 1948, apenas cuatro años antes de la entronización de su madre– fue signada, al igual que la de ella, por la abdicación de su tío Eduardo VIII en 1936. Aquella renuncia a la corona por un amor prohibido –Wallis Simpson era norteamericana, plebeya, y se había divorciado dos veces– provocó una reacción en cadena cuyas consecuencias persisten hasta nuestros días. Por empezar, que el padre de la entonces pequeña Lilibet –el rey Jorge VI– lo sucediera y le legara a su vez el trono a su primogénita al morir dieciséis años más tarde.
Al momento de la ceremonia de coronación, en junio de 1953, la reina tenía sólo 27 años. Carlos fue la nota de color aquel día en el balcón de Buckingham como hoy podrían serlo los príncipes George, Louis y Charlotte. Aunque su hermana Ana ya tenía dos años, no se permitió que estuviera en los actos oficiales porque era muy chica, así que el príncipe de Gales pasó a la historia en ese momento como el primer niño en presenciar la investidura de su propia madre. En las fotos se lo ve aburrido, sosteniéndose la cara entre las manos, cómo si ya supiera de los sacrificios que comporta el privilegio de ser un miembro de la realeza.
Si la reina Isabel asumió esos sacrificios como un deber moral, decidida a evitar otra crisis que volviera a poner en jaque a la monarquía constitucional inglesa como lo había hecho la abdicación de su tío, para Carlos fue la sombra que marcó su destino. La reina consideraba un error y una falla ética aquel renunciamiento romántico; enamorado de una mujer casada, su hijo fue forzado en cambio a renunciar al amor y a unirse en un matrimonio por obligación.
Carlos conoció a la hoy Duquesa de Cornualles en un partido de polo en Windsor a principios de los años 70. Los dos amaban los caballos y compartían un particular sentido del humor. Aquel día, Camilla bromeó con lo prohibido, casi como en un presagio: “Mi bisabuela fue la amante de tu tatarabuelo. Siento que tenemos algo en común”. Entonces los dos eran solteros y no tardaron en enamorarse. Pero Carlos tuvo que cumplir con el servicio militar en la Royal Navy y, cuando volvió a la isla, ocho meses después, se encontró con que Camilla se había comprometido con Andrew Parker-Bowles –ex de la princesa Ana–, con quien se casó en 1973. La ficción de la serie The Crown no está tan alejada de lo que en verdad ocurrió: nunca dejaron de verse ni interrumpieron su amistad. El futuro rey incluso fue el padrino de uno de los hijos de ella, Tom.
No estaba enamorado de Diana Spencer cuando le propuso casamiento, en 1981. En la primera entrevista que dieron juntos para anunciarlo, ella dice “Por supuesto” cuando les preguntan si es amor. Carlos, en cambio, dice destemplado: “Lo que sea que signifique el amor”. Era una relación destinada al fracaso.
En 1992, Andrew Morton publicó la biografía autorizada Diana: Her True Story, que marcó un antes y un después porque nunca antes un miembro de la familia real había hablado con tanta crudeza de su vida privada, y también porque confirmaba en primera persona las desgracias de su matrimonio. En las grabaciones de Morton, que forman parte del documental Diana: In her own words (2017), se puede escuchar como la propia Lady Di cuenta cómo empezaron sus sospechas de que su marido y Camilla todavía estaban juntos: descubrió una pulsera grabada que Carlos le había comprado a su amante poco antes de la boda del siglo. Diana dice que quiso cancelarla, pero sus hermanas la convencieron de que siguiera adelante. Más tarde, en la luna de miel, vio a Carlos usando los gemelos que le había regalado Camilla. El cuento de hadas ya estaba roto, y otra vez, ante la audiencia de todo el mundo.
Se ve también en la ficción en The Crown: en 1989, Diana enfrentó a Camilla en un cumpleaños. En las grabaciones, relata: “Le dije: ‘Yo sé lo que pasa entre vos y Carlos, y solo quiero que lo sepas’. Me dijo: ‘Tenés todo lo que siempre quisiste. Todos los hombres del mundo están enamorados de vos y tenés dos hijos divinos, ¿qué más querés?’ Y yo le dije: ‘Lo que quiero es a mi marido’”.
Eventualmente, Diana le encontró algo de sentido al consejo condescendiente de Parker-Bowles: su marido no le prestaba atención, pero para el resto de los hombres era irresistible. Sus romances también fueron documentados y expuestos en los tabloides y la televisión. Pero cuando una charla íntima entre Carlos y Camilla, en la que el príncipe le decía que deseaba “vivir en su bombacha” se filtró a los medios en 1993, poco después de que los Príncipes de Gales anunciaran su separación, para ese mundo que todavía seguía en las revistas del corazón las historias de la realeza con la avidez con la que hoy consume a las Kardashian, pero mucha menos indulgencia, estuvo claro: los únicos responsables del sufrimiento de la princesa del cuento eran el príncipe heredero y Parker-Bowles. Y sobre todo ella, la amante, la “rompefamilias”. La prensa bautizó al escándalo inmediatamente como el “Camillagate”.
En junio de 1994, Lady Di usó en la gala anual de Vanity Fair un vestido que se volvería casi tan icónico como el que diseñaron los hermanos Emanuel para su casamiento. Aunque con una diferencia fundamental: esta vez, ella estaba a cargo. El strapless al cuerpo de seda negro creado por Christina Stambolian la mostraba fuerte –y quizá más fabulosa que nunca– el mismo día en que Carlos había confesado por televisión lo que para ese momento ya era un secreto a voces: que le había sido infiel con Parker-Bowles. La transmisión era un intento por acercar al príncipe a la gente y que su versión ganara algo de simpatía frente a la arrolladora popularidad de Diana, que despertaba adoración como “la princesa del pueblo”. Pero resultó todavía peor para su imagen porque, durante la entrevista, el presentador le preguntó si durante su matrimonio le había sido “fiel y leal” a su mujer. “Sí –respondió Carlos–. Hasta que todo se rompió irremediablemente, los dos tratamos”.
Un año después, 23 millones de británicos vieron a Diana declarar una de sus más célebres frases en una entrevista con la BBC: “Bueno, en este matrimonio éramos tres, así que estaba un poquito concurrido”. En esa charla también habló por primera vez en público sobre sus trastornos alimentarios y sobre su dolor por la relación de Carlos y Camilla. Dijo que no creía que el padre de sus hijos tuviera lo necesario para adaptarse a la demandante tarea de ser rey, pero que no quería divorciarse.
El divorcio se concretó el 28 de agosto de 1996, y a instancias de la Reina, que los instó a cerrar el acuerdo y dejar de sacar sus trapitos al sol, un juego en el que el poco agraciado heredero perdía siempre ante el carisma de Diana. Cuando la Princesa de Corazones murió en París exactamente un año más tarde, el 31 de agosto de 1997, al estrellarse en el Puente del Alma con el auto en el que huía de los paparazzi junto a su pareja, Dodi Al-Fayed, la tragedia fue completa. Y las tragedias necesitan villanos.
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