Europa se conjura para evitar que se repita la crisis provocada por la guerra en Siria en 2015: el miedo a una improbable llegada masiva de refugiados eleva la presión política.
Cruzar la frontera de la UE es hoy más atractivo que cualquier utopía: la renta per cápita multiplica por 17 la de Siria y por 70 la de Afganistán, dos de los grandes avisperos del mundo; la esperanza de vida de un recién nacido en Viena supera en 15 años la de un sirio y en 25 la de un afgano. Cruzar esa frontera, eso sí, no es nada fácil. Ni siquiera para los desplazados de esos dos países, que con el derecho internacional en la mano deberían poder atravesar de un salto los 1.200 kilómetros de muros erigidos desde la caída del más famoso de todos ellos, el de Berlín.
En 2015, el estallido de la guerra en Siria dejó seis millones de desplazados y una especie de pánico migratorio en Europa, con partidos archiconservadores al alza en todos lados y una extraña sensación de ansiedad en el proyecto europeo. La UE pasó de presumir de valores y discutir sobre derechos y economía a hablar obsesivamente de seguridad. Tras la debacle en Afganistán, el mantra que se repite machaconamente en Bruselas estos días es que la crisis migratoria de 2015 “no puede volver a repetirse”. Inmediatamente después, los líderes añaden que hay que mejorar la “autonomía estratégica” del continente para no depender de EE UU. Y fin de los mantras: nadie, entre la media docena de fuentes consultadas en la Comisión, en el Consejo Europeo y la Eurocámara, sabe exactamente cómo ponerle cascabeles a esos dos gatos.
Lo extraño es que, en efecto, no parece que la crisis migratoria —que era y vuelve a ser en realidad una crisis de refugiados— vaya a repetirse esta vez, y que aun así la tensión sea tan alta. Bruselas estima que unos 17.000 afganos han salido del país en los vuelos organizados por los Gobiernos europeos; la ONU calcula que medio millón de personas pueden intentar huir. Pero las fuentes consultadas apuntan que esta vez la previsión es que lleguen a Europa muchos menos afganos que los sirios de 2015. Afganistán, al cabo, está a 5.000 kilómetros de Europa. Tres cuartas partes del presupuesto del país dependen de la ayuda internacional y, ante la extrema debilidad económica del nuevo Gobierno, Bruselas confía en que no se repitan los desmanes del pasado y la situación se estabilice. Además, el vecindario ha empezado a blindar sus fronteras, y la UE ha anunciado inversiones millonarias para ayudar a taponar todas las salidas.
Aun así, “ola de refugiados” e “inmigración masiva” son dos sintagmas que para algunos partidos (y para la mayoría de los Gobiernos del Este, e incluso alguno del Oeste, en especial el austriaco) son más atractivos que los debates sobre la política fiscal, la gestión de las vacunas o el cambio climático. A pesar de los datos, en fin, el fantasma está saliendo del armario: Afganistán ha reabierto todas las cicatrices, todas las heridas mal curadas, todas las líneas de falla de una UE que sigue siendo una idea en busca de la realidad. “La presión política ha vuelto. Las condiciones son distintas de las de Siria, y el sistema es más resistente, pero en Alemania y sobre todo en Francia ese debate va a ser durísimo por la cercanía electoral.
Europa lleva danzando con sucesivas crisis desde Lehman Brothers, y la migratoria muestra su cara más fea: es un desafío para el modelo social, político y económico, y confronta a un proyecto liberal como el europeo y a una sociedad abierta como la de la UE con una contradicción central en su filosofía, es una crisis de identidad para los famosos valores europeos”, apunta Iván Krastev, uno de los pensadores europeos más influyentes. El historiador holandés Luuk Van Middelaar es moderadamente optimista: “El Este es ahora también lugar de llegada como hemos visto en Lituania y Polonia por el juego sucio de Bielorrusia. El acuerdo con Turquía es una guía. Y en el Oeste ya nadie habla de cuotas obligatorias de acogida: Europa aprendió de los errores de 2015, y la gestión de la pandemia proporciona al proyecto una renovada visión geopolítica. Puede que las líneas de falla sean las mismas que hace seis años, pero el edificio está más preparado para aguantar una sacudida”.
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