Casi todas las casas de la parte alta de la Cota 905 están llenas de agujeros. Es la huella de la guerra que convirtió a Carlos Luis Revete, El Koki, en dueño y señor de esta extensa barriada, donde viven casi 700.000 caraqueños. El Koki manda junto a Carlos Calderón, El Vampi, y Garbis Ochoa, El Garbis. Tres días de balaceras entre delincuentes y policías volvieron a poner en el centro de las noticias a una de las bandas más peligrosas de la capital de Venezuela, unos disturbios de los que el Gobierno de Nicolás Maduro culpó a la oposición. Pero ese violento enfrentamiento no ha sido el único en casi una década de reinado del crimen en el suroeste de Caracas.
Antes del Koki, hubo otros. Con 43 años de edad, Revete es un caso atípico para quienes estudian la violencia en Venezuela. Superar los 25 años —la esperanza media de vida de los delincuentes de las zonas más pobres del país—, tener en su cuenta el asesinato de varios policías y nunca haber estado preso —pese a tener orden de captura desde 2012— le han granjeado una épica. Su banda se ha dedicado al secuestro, tráfico de drogas y robo de vehículos. Los medios de comunicación reseñan sus métodos: matar y prender fuego a sus víctimas. Un puñado de vídeos que circulan en redes sociales dan fe del estatus alcanzado. Han mostrado sus rostros para promocionar fiestas en el barrio en las que han participado cantantes, artistas y DJ populares en el país, algunos vinculados con el Gobierno de Maduro.
En una selfi difundido recientemente, El Koki muestra su nombre grabado en una gruesa placa dorada como una aclaración. Hasta ahora todos escribían su apodo con C y q.
Los habitantes de la Cota 905 aseguran que fue acabando con sus rivales y estableciendo alianzas para constituir lo que criminólogos como Fermín Mármol García llaman una “megabanda”. Una organización delictiva con más de 60 hombres y armamento de guerra. Se trata de un fenómeno que no es ajeno a lo que ocurre en las ciudades más violentas de países latinoamericanos como México o Brasil y que solo en Caracas se repite en al menos otros cinco territorios abandonados por el Estado, señala el especialista.
La prensa venezolana ha documentado al menos 58 muertes en seis grandes operativos policiales realizados desde 2015 para capturar a los cabecillas de la banda. Todos han fracasado. La mitad de ellos han ocurrido este año, cuando la policía cumplía cuatro años sin pisar el reino del Koki, tras haber incorporado este sector a la política de “zonas de paz” que el Gobierno implementó a partir de 2012, con muy bajo perfil, para intentar pacificar a algunas pandillas urbanas y rurales.
El programa establecía que, a cambio de un incentivo financiero para emprender actividades lícitas, los delincuentes entregarían sus armas. Una condición adicional de las bandas fue que la policía no volviera a entrar en esos lugares. Los llamados colectivos armados, que funcionan como fuerzas de choque del chavismo, no fueron incluidos en este plan. “El plan terminó siendo un oxígeno para las estructuras criminales”, explica Mármol García. Investigaciones periodísticas demostraron que algunas bandas usaron el dinero recibido para comprar armamento más potente. “Donde el Estado ha abandonado su presencia y sus funciones, prolifera la fauna criminal con micro-Estados dentro de territorios donde se rebasan las capacidades de las autoridades locales”, añade.
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