Los Pájaros han vuelto. O tal vez nunca se han ido. Civiles armados en las calles para defender “el orden” no son una novedad en Colombia. Durante las protestas contra el Gobierno de Iván Duque las escenas de hombres que salen – a herir a los manifestantes o al menos a intimidar- con una pistola, asustan y recuerdan la historia del país. A finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta eran Los Pájaros, un grupo armado ilegal, paramilitar y parapolicial que asesinaba e intimidaba a ciudadanos y campesinos liberales opositores al Gobierno. Eran hombres al servicio de políticos y terratenientes en el Valle, en la misma región en donde durante este último mes han disparado contra indígenas y jóvenes que se oponen a las políticas del presidente Iván Duque. Ahora se llaman a sí mismos “gente de bien”.
Por SALLY PALOMINO– EL PAÍS
“Es, lamentablemente, una tradición histórica que viene desde los años cuarenta. Una violencia ejercida por sectores privados, pero que de alguna forma ha contado con el beneplácito del Estado”, explica Daniel García Peña, historiador, ex alto comisionado de paz y profesor universitario. A los hombres que han quedado registrados en vídeos apuntando contra multitudes durante las marchas en Colombia, se les ha visto escoltados por la policía y algunos medios de comunicación han abierto sus micrófonos para que se defiendan de las acusaciones que les señalan de paramilitares urbanos. El Gobierno nacional, que se ha enfocado en hablar de los desmanes de algunos manifestantes a quienes llaman vándalos, no se ha pronunciado sobre esos ataques a los protestantes.
“El término paramilitar es controvertido porque en el caso colombiano evoca un periodo específico de la historia, pero esa respuesta militar por parte de civiles es herencia de ese fenómeno, sumado a una cultura y una mentalidad que estimula el ‘derecho’ a armarse, como lo ha promovido algún partido político”, dice García Peña. Congresistas del Centro Democrático, el movimiento del expresidente Álvaro Uribe, han buscado a través de un proyecto de ley flexibilizar el porte de armas, que en el papel está prohibido en Colombia, pero que por tener algunas excepciones hace débil su cumplimiento.
En las protestas, según información oficial, hasta inicio de esta semana se habían incautado más de 1.300 armas de fuego y al menos 13 personas han sido asesinadas por disparos durante las manifestaciones. Hay nueve casos más en verificación, de acuerdo a un informe del diario El Tiempo, que también señala que los registros estatales indican que en todo el país hay 690.859 armas de fuego. Sin embargo, la laxitud frente a otro tipo de pistolas, conocidas como no letales -de aire y fogueo-, ha abierto una puerta para el contrabando de armamento convencional, la elaboración de armas hechizas o artesanales (fabricadas con partes de las no letales) y su uso para cometer delitos como hurtos, intimidación e incluso daño físico.
Una investigación de la Fundación Ideas para la Paz (FIP) advertía el año pasado sobre el aumento desbordado en la importación de armas de aire y fogueo con un crecimiento de hasta un 200% entre 2014 y 2020. Al menos 380.000 pistolas de este tipo han entrado al país de forma legal en los últimos dos años. Para la fundación es probable que ese mercado se haya convertido en una de las principales vías de acceso al país para las armas de fuego. “No hay una regulación para la comercialización e importación de todas esas otras armas no letales, es como si entraran al país balones de fútbol, pero son armas y llegan miles”, dice Manuela Suárez, investigadora de la FIP.
“En Colombia no hay una cultura responsable en el manejo de armas como ha quedado demostrado en lo que ha pasado en Cali. Así no sea una de tipo letal, es usada para intimidar, para probar poder”, señala Suárez, que además apunta como preocupante la seguridad privada, que está sostenida con una legislación vieja y cuyo seguimiento por parte de las autoridades no es riguroso. En la investigación que hicieron el año pasado -cuenta Suárez- se encontraron con registros de pistolas vinculadas a nombres de vigilantes que ya estaban muertos o que ya no hacían parte de las empresas de seguridad. ”Seguimos siendo una sociedad con un amplio acceso al mercado de armas. La política de control es muy dura en el papel, pero inefectiva en la realidad”, señala la investigadora.
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