Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, la devastación fue tan enorme y los crímenes de guerra tan extensos que las fuerzas aliadas victoriosas determinaron que era necesario imponer algún tipo de castigo a los responsables de engendrar esa maquinaria de destrucción y exterminio contra la humanidad.
Por BBC
Hubo un tira y afloja entre los aliados sobre qué hacer con los líderes nazis capturados.
En un momento dado había quienes abogaban por ejecuciones sumarias, pero al final se consideró que un juicio realizado por un Tribunal Militar Internacional era importante para educar al mundo sobre lo que había sucedido.
Esos fueron juicios de Núremberg, que se iniciaron un 20 de noviembre hace 75 años.
Poco se sabe, sin embargo, de un extraordinario proceso de análisis psiquiátrico y psicológico de los prisioneros que se llevó a cabo paralelamente para tratar de encontrar los orígenes de su maldad.
Horas y horas de entrevistas, exámenes y observaciones generaron un sin fin de documentos que quedaron en el olvido y que en 2016 fueron rescatados en un libro titulado «Anatomía de la maldad: El enigma de los criminales de guerra nazis».
Su autor, el doctor Joel E. Dimsdale, profesor emérito de Psiquiatría de la Universidad de California en San Diego, habló con BBC News Mundo.
Contacto íntimo con la «maldad»
Núremberg fue escogida como sede de los juicios por su valor simbólico ya que esta ciudad en Baviera había sido escenario de los multitudinarios desfiles y mítines políticos de los nazis en la antesala de la Segunda Guerra Mundial.
Pero también había una razón pragmática: contaba con un Palacio de Justicia que milagrosamente había sobrevivido al bombardeo aliado y en el que se instalaría el Tribunal Militar Internacional, y una prisión anexa que permitía la segura reclusión y vigilancia de los acusados que serían enjuiciados.
El primer proceso fue contra 22 miembros de la cúpula nazi y, aunque los fallos estaban prácticamente cantados (12 de ellos fueron condenados a morir en la horca), también hubo un llamado para realizar una investigación psicológica de los prisioneros para tratar de entender el origen de su maldad y los motivos de los horrores que cometieron.
«Toda prisión cuenta con la presencia de un psiquíatra y un psicólogo para mantener el ánimo de los reclusos con el fin de que estén en capacidad de enfrentar sus juicios y participar en sus defensa», explica el doctor Joel Dismdale.
Pero en Núremberg sucedió algo extraordinario: el trabajo conjunto de dos analistas brillantes cuya obsesión, iniciativa y ambición personal los llevaron a emprender una investigación exhaustiva con innumerables horas de entrevistas, observaciones, tests y evaluaciones de cada uno de los acusados.
Por un lado estaba Douglas Kelley, un psiquíatra militar, experto de fama mundial en la pruebas Rorschach, un test de evaluación de personalidad basado en la interpretación que hace el paciente de una serie de láminas con manchas.
Kelley fue el primero en acceder a los líderes nazis, pero como no hablaba alemán, le asignaron un igualmente brillante psicólogo militar de padres judío-austríacos para asistirle: Gustave Douglas.
«Su trabajo los puso en contacto íntimo con personalidades de tal grado de maldad que algunos pensaban que había algo profundamente dañado en ellos, que tenían algún tipo de disfunción cerebral o enfermedad mental», dice el profesor Dismdale.
«Esa preocupación añadida a la magnitud de su maldad fue lo que forjó la investigación de su estado psiquiátrico y psicológico».
Diferencias y rivalidades profesionales
A pesar de que Kelley y Douglas eran colegas de trabajo, se detestaban mutuamente y desarrollaron una rivalidad muy competitiva sobre a quién pertenecía el trabajo realizado. También se enredaron en discusiones filosóficas sobre la naturaleza del mal y la interpretación de las pruebas Rorschach.
El psicólogo creía que los test demostraban que los acusados nazis eran «otros», seres cualitativamente diferentes al resto de humanos, mientras que el psiquíatra los veía más como unos arribistas profesionales dispuestos a hacer lo que fuera para avanzar su carrera pero sin nada particularmente monstruoso en su comportamiento».
Debido a esa competencia y su diferencia de opiniones, los resultados de las pruebas Rorschach quedaron prácticamente sepultados, hasta que el doctor Joel E. Dimsdale recibió una visita inesperada.
«Estaba en mi oficina en Harvard cuando llegó este hombre sin cita previa, golpeó y entró con un estuche para cargar armas», cuenta el profesor de psiquiatría. «Me preguntó: ‘¿Usted es Dimsdale?’. Le dije sí. Se sentó en mi sofá y me dijo ‘Soy el verdugo. He venido por usted’, y abrió el estuche y salieron una serie de documentos de la Segunda Guerra Mundial». El hombre resultó ser uno de los encargados de las ejecuciones en Núremberg.
El doctor Dimsdale había concentrado sus primeras investigaciones en los sobrevivientes de los campos de concentración, pero motivado por este «verdugo», decidió hurgar en archivos ocultos y clasificados sobre los resultados de los psicoanálisis de los criminales de guerra para entender lo que había pasado.
Los «cuatro del apocalipsis»
Todos los acusados de Núremberg presentaban casos igualmente interesantes. Pero para su libro «Anatomía de la maldad», Dismdale decidió estudiar a cuatro que eran diametralmente opuestos en términos de sus antecedentes, comportamientos y reacciones ante el juicio al que se los sometió.
Estos fueron Robert Ley, líder del Reich y jefe del Frente Alemán del Trabajo; Julius Streicher, fundador del diario antisemita Der Stürmer y parte central del aparato de propaganda nazi; Rudolf Hess, Führer suplente; y Hermann Göring, la figura más poderosa del Partido Nazi y canciller de Alemania tras la muerte de Hitler.
Lo que más sorprendió al doctor Dimsdale al estudiar a estos cuatro individuos es que la maldad no es monocromática.
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