Donald Trump no se va a rendir. Capitular es algo que está en contra de su naturaleza. Él sabe que las opciones se le agotan, y que la única esperanza que le queda para mantenerse en la presidencia es invalidar los resultados de las elecciones en EE.UU., de ahí que estas últimas horas haya repetido, incansablemente una palabra sobre todas las demás: fraude, fraude de los demócratas, fraude en Filadelfia, fraude en Detroit, fraude en Atlanta, fraude en todos los lugares en los que pierde, y que pueden ser los que acaben evacuándole de la presidencia.
El presidente lleva recluido en una Casa Blanca inusualmente tranquila desde la noche electoral. Va desde su residencia al Despacho Oval, en un trasiego constante, sin agenda, sin actos oficiales, siguiendo el recuento en su teléfono y en las pantallas de televisión permanentemente encendidas para él, que pasa de un canal a otro, escrutando mapas, contando votos, nervioso a ratos, al borde de la ira otros. En el instante decisivo, Trump ha pedido lealtad inquebrantable. Sus más estrechos asesores y sus familiares se han movilizado por todo el país para que cale el mensaje: fraude, fraude, fraude y más fraude.
El resultado oficial debe ser el del martes cuando cerraron las urnas, victoria de Trump, y punto, aunque quedaran millones de votos por correo por escrutar. Para intentar salvarse, Trump han presentado ya varias demandas en los estados en los que Joe Biden se ha impuesto en las últimas horas del recuento: Wisconsin, Míchigan, Pensilvania, Georgia y Nevada.
Los abogados han alegado en algunas denuncias que a los observadores no se les deja estar presentes en el conteo, algo que es falso. También dicen que, si se les deja estar, no es lo suficientemente cerca, y exigen pegarse al cogote de los funcionarios que, sin descanso, cuentan voto tras voto, para desesperación del hombre más famoso del planeta.
En otras denuncias, los letrados mantienen que se han contado decenas, cientos o miles de votos de forma fraudulenta, bien porque los electores no viven en los estados en que han votado o bien porque sus sobres han llegado fuerza de plazo. De momento, como ha sucedido en Georgia y Míchigan, los jueces no ven razón para las demandas y las han desestimado. La campaña republicana insiste, y está apelando caso tras caso.
En una pequeña victoria para Trump, Georgia anunció este viernes que habrá un nuevo recuento integral de todos los votos del estado. Con el 99% escrutado, la diferencia de Biden sobre Trump era de 1.558 papeletas, de un total de 4,9 millones. Al ser de menos de un 0,5%, uno de los candidatos puede pedir ese nuevo conteo, dentro de dos días hábiles desde que se haya proceso el 100% de las papeletas.
El drama de Trump
El drama para el presidente es que Biden ni siquiera necesitaba ayer Georgia. Si la conseguía, con los resultados provisionales, el demócrata tendría 306 compromisarios del colegio electoral, donde solo necesita a 270. Hace cuatro años, Trump ganó con 304.
El estado de ánimo de Trump es propio de alguien que huele la posibilidad de una derrota. Hasta hace unos días, cualquier cosa que el presidente decía en Twitter paraba el mundo. Sus provocaciones se oían claramente de Washington a China. Ahora, la red social que él ha elegido como medio de comunicación preferente le censura todos y cada uno de los mensajes donde denuncia fraude y canta victoria.
Las grandes cadenas generalistas hasta cortaron su mensaje a la nación del jueves, a pesar de que apenas duró 15 minutos. Allí estaba el presidente, desde su punto de vista anunciando algo vital, y las cadenas le silenciaban, llamándole mentiroso. Amordazado, recluido, Trump ha optado por el email. Su campaña envía estos días comunicados en nombre del presidente, algunos largos, otros cortos, a veces escritos todos en mayúsculas, siempre incendiarios. El de ayer por la tarde lamentaba: «Desde el principio hemos dicho que todas las papeletas legales deben contarse y todas las papeletas ilegales no deberían contarse, sin embargo, hemos encontrado resistencia a este principio básico por parte de los demócratas en todo momento. Continuaremos con este proceso ateniéndonos a todos los aspectos de la ley para garantizar que el pueblo estadounidense tenga confianza en nuestro gobierno».
Ahora llega el momento crucial para los abogados del presidente. En cuanto los estados que quedaban ayer -Nevada, Arizona, Georgia, Pensilvania y Carolina del Norte- certificaron sus resultados, estos debían presentar una montaña de demandas, impugnando resultados, tratando de invalidar votos, revisando matasellos. El objetivo es ir apelando, de corte en corte, hasta llegar a la Corte Suprema, en la que Trump confía, su última bala.
Pero eso no es garantía de nada. Es cierto que Trump ha nombrado a tres de los nueve integrantes del Supremo, pero eso no le garantiza nada. Si no hay fraude, no hay fraude y los jueces poco pueden hacer al respecto. La semana pasada el mismo Supremo permitió a dos estados ahora disputados, Pensilvania y Carolina del Norte, que sigan contando aquellos votos recibidos por correo dentro de plazo durante el tiempo que sea necesario. Es un mal precedente para Trump.
Otro mal augurio es que la Corte Suprema salió escaldada, y mucho, de la experiencia del año 2000, cuando le entregó las elecciones a George Bush tras un agónico recuento en Florida. Según opina Dan Urman, profesor de derecho en la universidad Northeastern, «la Corte Suprema no quiere malgastar capital innecesariamente. Bush v. Gore, el caso de las elecciones 2000, dañó la legitimidad y la imagen de la Corte Suprema durante bastante tiempo».
Cierto es que durante años, los demócratas creyeron que el Supremo le robó la presidencia a Al Gore. Fue un trauma que seguramente pocos jueces quieren volver a vivir. Pero para Trump seguramente ese precedente no significa nada. Él siempre se ha jactado de que nunca cede, ni un milímetro, así ha llegado adonde está ahora. Y el día de las elecciones mismos ya lo dijo, en una pequeña visita a su equipo de campaña: «Ganar es fácil, perder no lo es, para mí desde luego no».
El martes, tras su breve discurso sin preguntas, el presidente hizo algo que no suele hacer. Se reunió un breve momento con el equipo de comunicaciones de la Casa Blanca. Por los ventanales al patio se le veía, gesto serio, sin moverse escuchando atentamente. Era extraño. Donald Trump parecía una sombra de quien él ha sido estos cuatro años, el político crecido, siempre sonriente, irónico, socarrón, dispuesto a pelear con quien fuera. Su gesto en esta ocasión era serio, se diría que amargo, su cabeza gacha. Parecía que se estuviera dando cuenta de algo que en realidad muchos llevan intuyendo horas, si no días. Puede que sus horas aquí en la Casa Blanca estén llegando a su fin, y es hora de que un hombre que ha vivido siempre dándolo todo vea ahora qué más dar.
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