Las muchachas adolescentes no recuerdan con cuántos hombres durmieron en los siete meses que pasaron desde que el brote de COVID-19 obligó a cerrar las escuelas, ni cuántos de esos hombres usaron protección.
Por TOM ODULA / apnews.com
Cuentan que a veces fueron violadas y golpeadas cuando pidieron que les pagasen —apenas un dólar a veces— para ayudar a sus familias en momentos en que los trabajos se evaporaban por la pandemia.
En el cuarto que alquilan en la capital keniana, las niñas dicen que no piensan demasiado en el peligro de contraer el coronavirus o el VIH cuando lo que cuenta es la supervivencia.
“Si consigues cinco dólares en la calle, es como su fuese oro”, afirmó una muchacha de 16 años en la pequeña cama que comparte con chicas de 17 y 18 años que describe como sus “mejores amigas para toda la vida”. Entre las tres pagan los 20 dólares que cuesta el alquiler en un edificio en el que todos los cuartos los ocupan trabajadoras sexuales.
La UNICEF —el organismo de las Naciones Unidas abocado a la niñez— dice que los progresos de los últimos tiempos en la lucha contra el trabajo infantil corren peligro de ser anulados por la pandemia y por primera vez en 20 años podría registrarse un aumento en la cantidad de menores que trabajan. La ONU advierte que millones de niños pueden verse explotados y realizando trabajos peligrosos. El cierre de las escuelas, señala, agrava el problema.
Mary Mugure, una extrabajadora sexual, lanzó Night Nurse, una iniciativa para rescatar niñas que siguen ese camino. Dice que desde el cierre de las escuelas en Kenia en marzo, unas 1.000 menores empezaron a prostituirse en los tres barrios de Nairobi que ella monitorea. La mayoría tratan de ayudar a sus padres a pagar las cuentas.
La más joven tiene 11 años, según Mugure.
Todas las muchachas que comparten la habitación fueron criadas por madres solteras junto con sus hermanas. Las familias se quedaron sin ingresos cuando el gobierno dispuso confinamientos para evitar la propagación del virus.
Las madres de dos de ellas lavaban ropa para personas que viven cerca del barrio pobre en el que habitan ellas, llamado Dandora. Pero cuando se confirmó el primer caso del virus en la zona, nadie las quería en sus casas, cuentan las muchachas. La madre de la tercera vendía papas en la calle, pero tuvo que dejar de hacerlo al llegar las restricciones.
Las tres muchachas son la hermana mayo y decidieron ayudar a sus madres a alimentar a la familia.
Las chicas tenían un popular grupo de baile que cobraba por sus presentaciones. Cuando se prohibieron las reuniones, se quedaron sin ese ingreso.
“Ahora le doy a mi madre 1,84 dólares diarios y eso la ayuda a alimentar a los demás”, dijo una de las muchachas.
En otro sector de Nairobi, la madre soltera Florence Mumbua y sus tres hijos, de siete, 10 y 12 años, parten piedras en una cantera bajo un fuerte calor.
Es un trabajo demoledor y peligroso, pero Mumbua, de 34 años, dice que no tiene otra alternativa tras perder el empleo que tenía limpiando una escuela privada que cerró al imponerse las restricciones por el virus.
“Tengo que trabajar con ellos (los hijos) porque tienen que comer y lo que gano yo sola no alcanza”, explica. “Trabajando en equipo, sacamos lo suficiente para comer”.
De vuelta en Dandora, Dominic Munyoki, de 15 años, y Mohamed Narrus, de 17, recorren el vertedero más grande de Kenia buscando metal para vender.
La madre de Munyoki, Martha Waringa, una madre soltera de 35 años que también trabaja en el vertedero, dice que el dinero que gana su hijo la ayudará a pagar por la escuela de sus siete hermanos cuando se reanuden las clases.
La madre de Nassur, Ann Mungai, de 45 años, tampoco ve nada malo en que su hijo la ayude a mantener a la familia.
“Cuando empezó a trabajar me di cuenta de que era algo positivo porque no se quedaba haciendo nada en casa o con juegos que no lo ayudan en nada”, declaró. “Cuando va a trabajar, gana dinero que nos ayuda mucho. Y se compra ropa”.
Phillista Onyango, quien dirige la Red Africana para la Protección y Prevención del Abuso y el Abandono de Menores”, dice que, al no funcionar las escuelas, muchos padres de barrios pobres prefieren que sus hijos trabajen a que se queden en casa y corran peligro de caer en las drogas o la delincuencia.
Las tres amigas que comparten un cuarto dicen que esperan no tener que prostituirse toda su vida, pero al mismo tiempo afirman que es poco probable que vuelvan a la escuela.
“En nuestros barrios éramos niñas ejemplares”, dijo la de 16 años. “Allí, si llegas a los 16 años sin haber quedado embarazada y vas a la escuela, has triunfado. No habíamos quedado embarazadas y estábamos a esto de completar la secundaria y de hacer historia”.
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