¿A alguien no le ha llegado por WhatsApp el reenvío bienintencionado de un video con un presunto médico que recomienda gárgaras de bicarbonato de sodio —o sal, o vinagre, o alguna otra sustancia corriente, invisible de tan obvia— para curar o prevenir el COVID-19?
Hay otras opciones, en otras redes sociales, de desinformación con remedios milagrosos contra el coronavirus: desde blanqueador o lavandina hasta orina de vaca, pasando por suplementos para el sistema inmunológico, la medicina tradicional china shuanghuanglian, productos con plata coloidal o derivados del cordón umbilical humano, toda clase de consejos delirantes han bombardeado a la población atemorizada por una pandemia que, hasta el momento, carece de cura y de vacuna para prevenirla.
Un efecto colateral de internet, se podría especular; del mismo modo que la resistencia a usar mascarilla que se ve en muchos lugares de los Estados Unidos —incluidos comercios que, como parte de su política para admitir clientes, piden que la gente se quite el barbijo o tapabocas— podría pensarse como una consecuencia indeseada de la polarización política en un país sensibilizado por la proximidad de las elecciones presidenciales y más de 2,1 millones de contagios y casi 120.000 muertos por el SARS-CoV-2.
Pero si la historia deja alguna lección, ni la tecnología ni las guerras culturales explican esos fenómenos: acaso habría que pensar en la naturaleza humana porque, durante la epidemia de gripe de 1918-1919, sucedió exactamente lo mismo.
El brote más letal de la historia —mató a unas 50 millones de personas en el mundo; otros cálculos hablan del doble— despertó el ingenio de comerciantes que ofrecieron nuevos productos mágicos como el antitusígeno Veno’s o las tabletas del Dr. Cassell, o simplemente adaptaron el marketing de otros ya existentes, como la leche malteada Borden’s, que se empezó a vender como un refuerzo de vitalidad. La resistencia al uso de máscaras generó desde ordenanzas hasta campañas públicas para contrarrestarla, y llegó a reunir a 2.000 personas en un mitin de la Liga Anti Mascarillas en San Francisco, California.
De manera similar, apenas pasó el primer pico de contagio del coronavirus, las calles de las ciudades en los Estados Unidos comenzaron a llenarse de gente que, tanto por disfrutar del aire en los días cálidos del año como para protestar contra el racismo, se expuso a nuevos contagios. El uso de mascarillas faciales, por ejemplo, que hasta abril había aumentado de manera constante, se estancó en junio en menos del 70% de las personas, según datos de YouGov. Y la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) no ha cesado de enviar cartas de advertencia a quienes promocionan falsamente productos contra el COVID-19.
El historiador J. Alex Navarro, quien participó con el Centro de Control y Prevención de las Enfermedades (CDC) en los esfuerzos de preparación contra epidemias que se hicieron durante el gobierno de George W. Bush, es también codirector —con Howard Markel— de la Influenza Encyclopedia, una enciclopedia en línea sobre la gripe de 1918-1919, y con ese conocimiento habló con Mother Jones sobre “la tendencia humana a rebelarse contra la autoridad, aun si significa poner en peligro la salud”.
“Un zángano peligroso”
En aquel momento, todavía impactado el planeta por la Primera Guerra Mundial en curso, había un sentido de patriotismo que se fusionó con el combate de la pandemia. “Por ejemplo, en lugares donde se aprobaron ordenanzas sobre el uso de mascarillas, la Cruz Roja imprimió un anuncio en los periódicos que básicamente decía ‘Salve una vida, use mascarilla. Cumpla con su parte’. De hecho utilizó la palabra ‘zángano’, que se había empleado para hablar de personas que no hacían lo que les tocaba en el esfuerzo de la guerra”.
El aviso decía: “El hombre, la mujer o el niño que no lleve mascarilla será ahora un zángano peligroso».
No obstante, hubo “actos notables de resistencia, desde desafíos legales hasta desobediencia abierta”, siguió Navarro. “Por ejemplo, a tres semanas de la epidemia en Atlanta, un grupo de comerciantes habla con el alcalde, Asa Candler, y le dice: ‘Necesitamos reabrir’. Él era un político pro-comercio, y decidió de manera unilateral, contra la objeción de la junta sanitaria, que se reabriría Atlanta cuando la epidemia no había terminado. De hecho no sabemos cómo fue realmente el curso de la epidemia en Atlanta, porque la ciudad dejó de reportar los casos como hacía antes”.
La rebelión de San Francisco
Existen registros de las órdenes de usar mascarilla en Denver, Seattle y Oakland, entre otras ciudades del oeste de los Estados Unidos, y “en todas las odiaron”, sintetizó Navarro. Pero en una sola ciudad hubo una rebelión: San Francisco. Cuando se emitió la primera ordenanza que las imponía, “hubo cientos de personas arrestadas por no usarlas”, recordó Navarro. No se puede establecer las razones: puede ser por desafío a la autoridad, porque creían que el gobierno no podía indicarlo como una orden sin violar la Constitución, porque creían que no las necesitaban, porque creían que no eran efectivas, porque pensaron que podían ahorrarse la incomodidad sin ser detectados o porque se olvidaron de salir con una, especuló.
Sólo el 27 de octubre de 1918, según la Enciclopedia de la Gripe, la policía arrestó a 110 personas en San Francisco por no tener mascarilla o por usarla de manera inapropiada. “Cada una fue acusada de ‘perturbación de la paz’ y la mayoría recibió una multa de USD 5 dólares, dinero que se destinó a la Cruz Roja. Nueve almas desafortunadas fueron acusadas ante un juez en particular, quien decidió sentencias con breves periodos en la cárcel”. El 28 de octubre hubo otros 50 arrestos —cinco personas terminaron encarceladas y otras siete recibieron multas de USD 10—, y la resistencia siguió en los días siguientes. “La cárcel de la ciudad se llenó de gente y los jueces de contravenciones se vieron obligados a trabajar hasta bien entrada la noche y los domingos para resolver los casos”.
“Eso llevó a una segunda orden de uso de mascarillas, en enero de 1919, cuando hubo un resurgimiento de casos, y esa vez sin dudas hubo desacato”, agregó Navarro. “A la gente no le gustaba usar los barbijos. Y hasta hubo oposición de médicos prominentes. Un miembro de la Junta de Supervisores de California fue miembro de la Liga Anti Mascarillas”.
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Las pastillas del Dr. Cassell y otras ilusiones
The Wall Street Journal (WSJ) hizo una compilación de publicidades difundidas en los periódicos durante la gripe de 1918-1919, con imágenes tomadas de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, la Administración de Archivos y Registros Nacionales, el Archivo Británico de Periódicos y la Biblioteca Estatal de California. “Muchas empresas trataron de sacar rédito de la epidemia, exagerando sus ofertas en avisos”, explicó. “’Algunos eran estafas’, dijo John Barry, de la Escuela de Salud Pública y Medicina Tropical de la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans. ‘Algunos de ellos probablemente eran sinceros con respecto a lo que creían’”.
Por ejemplo, una empresa apeló al terror de las familias: los niños morían en camino a la escuela, señaló, y había que protegerlos con su “Cura india”. Y había que apurarse a comprarla: el producto ya escaseaba. Un poco más sobrios, pero solo un poquito, los fabricantes de Milton, un antiséptico para la garganta, alertaron sobre “los estragos de la gripe que se disemina por todas partes” y las bondades de su producto que podía volver a alguien “inmune”.
El fabricante de las Tabletas del Dr. Cassell citó el efecto milagroso que tuvieron en G.A. Parmenter, de Londres, quien se sintió mal en un tren, mientras le subía la fiebre y “comenzaba a hablar de manera incoherente”. La empresa también destacó que las pastillas trataban las crisis nerviosas y el insomnio, que había sido su objetivo original, antes de que la epidemia forzara un nuevo marketing.
Personal de la salud, ausentismo y solidaridad
“La gripe española tuvo tres olas en los Estados Unidos: una primavera y un verano relativamente suaves, un otoño devastador, por fin una ola final de noviembre a febrero de 1919 provocada por la relajación de las medidas de seguridad luego del fin de la Primera Guerra Mundial”, recordó WSJ. “Todo el mundo salió a la calle y se besó con completos desconocidos”, dijo al periódico Sandra Opdycke, autora de The Flu Epidemic of 1918.
Pero había, sin embargo, conciencia de que existía el peligro de un resurgimiento. Una farmacia de Arkansas advirtió contra el exceso de confianza en septiembre de 1919: ofrecía a sus clientes un kit de sanidad para estar preparados en caso de nueva ola. Y el propietario de la cafetería The Murfette, de Brinkley, también Arkansas, aseguró a sus clientes que no debían preocuparse por volver a su local: la higiene garantizaba que no se contagiarían.
“La pandemia creó una gran demanda de trabajadores de la salud, legítimos y no tanto”, siguió WSJ. La Escuela de Enfermería de Chicago aprovechó para promocionar sus cursos a distancia en una mayor escala, para todos quienes buscasen “una vocación amable y respetada”.
Por último, las publicidades de la época también reflejan que el cierre de comercios, si bien fue limitado, terminó forzado por la cantidad de gente que dejó de ir al trabajo, bien porque estaba enferma o bien por temor al contagio. “Según el profesor Barry, el ausentismo llegó al 60% en los astilleros, por ejemplo”, explicó WSJ. “La Compañía Telefónica de Nueva York le pidió a sus clientes que limitaran al mínimo las llamadas, de modo tal que los operadores que todavía iban a trabajar pudieran lidiar con las comunicaciones esenciales”.
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