“Oficialmente soy el Presidente más cool del mundo”, tuiteó Nayib Bukele el 7 de junio pasado, seis días después de asumir la presidencia de El Salvador. En el mensaje compartió un video del youtuber Jacobo Wong, que lo había bautizado de esa manera, maravillado con el mandatario de 37 años y su uso indiscriminado de Twitter para todos los actos de gobierno.
Por Darío Mizhari / Infobae
El desparpajo de Bukele para despedir funcionarios y dar órdenes a sus ministros a través de esta red social llamó la atención de la prensa mundial y le dio una enorme popularidad entre los salvadoreños. Cansados de décadas de corrupción e inoperancia ante el avance de la violencia y el estancamiento de la economía, vieron en el ex publicista a alguien que, por fin, estaba dispuesto a “hacer lo que hay que hacer”.
Algunos observadores llamaron la atención sobre la arbitrariedad de una manera de ejercer el poder que evade los canales formales para tomar decisiones y descalifica a todos los opositores. Nadie les prestó mucha atención. Hasta el domingo pasado, cuando el Presidente mostró que estaba dispuesto a sobrepasar todos los límites para imponer sus políticas.
Bukele volvió a ser noticia en todo el mundo, pero no por sus tuits, sino por haber ocupado con militares y policías el recinto de la Asamblea Legislativa, el Parlamento unicamercal de El Salvador. “Ahora creo que está muy claro quién tiene el control de la situación y la decisión que vamos a tomar ahora la vamos a poner en manos de Dios», dijo tras sentarse en la silla del ausentado Mario Ponce, presidente del cuerpo.
Entonces empezó a orar, cubriéndose el rostro con las manos. Cuando terminó, se levantó y se fue, ante la mirada atónita de la veintena de legisladores presentes.
“De ser el presidente más cool del mundo, como se autodenominó, ha pasado a ser una especie de dictador millennial. Carente de habilidades para negociar con la oposición, recurrió al amedrentamiento con armas. Nada más antidemocrático y antirrepublicano. Preocupa particularmente el apoyo de un sector amplio de la población salvadoreña a este acto de matonería de Bukele. Demuestra que en nuestra cultura política sobrevive el anhelo por un dictador”, sostuvo Carlos Mauricio Hernández, profesor de filosofía de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, en diálogo con Infobae.
La crisis se había desatado la semana pasada, ante la negativa del Legislativo —controlado por la oposición— a aprobar inmediatamente un préstamo de 109 millones de dólares acordado con el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE). A través de una controversial interpretación de la Constitución, Bukele convocó a una sesión extraordinaria del Parlamento para el domingo.
Al ver que los opositores no habían ido, por considerarla ilegal, el Presidente decidió escenificar su poder con la inesperada irrupción en el Palacio Legislativo. Al salir, le dijo a la multitud que se había reunido en los alrededores para apoyarlo que le daría una semana más al Congreso para aprobar el crédito. Pero amenazó con su cierre y con una insurrección popular si no obedecía.
“Sabemos que esos señores, que no quieren financiar a nuestros policías y a nuestros soldados para que nos cuiden, son los que financiaron a las pandillas para que compraran armas y mataran a sus familias (…) Démosles una semana a estos sinvergüenzas. Y si no, yo no me voy a poner entre el pueblo y el artículo 87 de la Constitución (…) Cuando funcionarios rompen el orden constitucional, el pueblo tiene derecho a la insurrección para remover a esos funcionarios”, dijo Bukele a sus fieles.
El Salvador quedó al borde de una ruptura del orden constitucional. Pero la condena a su prepotencia fue tan generalizada en el exterior, que Bukele se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Por eso, cuando la Corte Suprema de Justicia sostuvo que la convocatoria a la sesión extraordinaria era improcedente, y le exigió al Ejecutivo que no vuelva a apelar a las Fuerzas Armadas para funciones inconstitucionales, Bukele se resignó a acatar.
“El conflicto entre Bukele y la Asamblea Legislativa se inició antes de la toma de posesión del nuevo gobierno, debido a desacuerdos por el lugar donde se celebraría el acto. Bukele rompió la tradición y forzó al Congreso a sesionar en una plaza pública, donde fue juramentado como presidente, exponiendo a los diputados al escarnio de sus seguidores. Desde entonces, la relación ha sido de permanente confrontación. Bukele aprovecha estas tensiones para polarizar aún más su relación con la Asamblea y capitalizar a su favor el descontento ciudadano hacia este órgano. El préstamo fue una excusa para justificar una tentativa de golpe de Estado, cuyo presunto propósito era deponer a los diputados que no asistieron a la plenaria para tomar control de ese órgano”, dijo a Infobae Jeannette Aguilar, investigadora salvadoreña en temas de seguridad ciudadana, pandillas y opinión pública.
Violencia y poder
Toda la estrategia discursiva de Bukele está centrada en antagonizar con los dos partidos tradicionales que se repartieron el poder en El Salvador desde los Acuerdos de Paz de Chapultepec, que pusieron fin a la guerra civil en 1992. Uno es la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), el partido de las elites, y el otro es el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), una ex guerrilla de izquierda incorporada plenamente a la vida civil.
“El descrédito de los partidos políticos tradicionales y hartazgo ciudadano ante la incapacidad política para afrontar y aliviar una prolongada situación de alarmante inseguridad fueron la base sobre la que Bukele armó su discurso y su camino hacia la presidencia. Para ello no debió proponer nada nuevo con un mínimo sentido de viabilidad, solo debió abonar a la descalificación, la desconfianza y la indignación ciudadana hacia los partidos políticos y sus dirigencias. Un discurso que hasta hoy no se ha alterado y que por momentos más bien se ha intensificado”, explicó Carlos Guillermo Ramos, director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) Programa El Salvador, consultado por Infobae.
Lo curioso es que Bukele ha tenido vínculos bastante estrechos con ambos partidos. Para empezar, su carrera política comenzó en 2012, cuando ganó las elecciones municipales y se convirtió en alcalde de Nuevo Cuscatlán, como candidato del FMLN. Con el mismo sello ganó en 2015 la alcaldía de San Salvador, la capital del país.
Cuando empezó a aspirar a la presidencia se quedó sin partido. El FMLN lo acusó de ser autoritario y lo echó luego de que Xochilt Marchelli, síndica de San Salvador, lo denunciara por violencia física y verbal durante una sesión del consejo capitalino. Quería crear su propia fuerza política, pero no le daban los tiempos para inscribir su postulación, así que optó por presentarse como candidato de la Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA). Es un desprendimiento de ARENA muy cuestionado por la falta de transparencia de muchos de sus dirigentes, como el ex presidente Elías Antonio Saca (2004 — 2009), que fue arrestado en 2016 por corrupción.
Bukele ganó cómodamente las elecciones de febrero de 2019, pero se encontró con un problema: en El Salvador las presidenciales están desenganchadas de las legislativas, así que debió asumir casi sin representación parlamentaria. Tiene solamente los diez escaños que ya poseía GANA en un Parlamento de 84 bancas. ARENA tiene 37 y el FMLN 23. Si se ponen de acuerdo, los históricos rivales pueden obstaculizar al nuevo gobierno.
Un presidente en minoría tiene dos alternativas para conseguir la aprobación de su agenda parlamentaria: negociar y buscar consensos o aprovechar su popularidad para ejercer presión en la calle y en los medios. Según encuestas de la Consultora Mitofsky, cuenta con el respaldo del 81% de la población y es el presidente con mayor aprobación del continente. Así que optó por la confrontación.
“La deliberación parlamentaria en El Salvador es escasamente eficiente para las necesidades del país —dijo Ramos—. Se mueve entre un irresponsable entrampamiento paralizante, que muchas veces violenta plazos constitucionales en la toma de decisiones, y prisas irreflexivas, siempre que los intereses partidarios están en juego. Sin embargo, la trayectoria del hacer y el decir presidencial permite constatar una marcada tendencia personal por mostrar y demostrar que ejerce poder, con una inclinación autoritaria que lo conduce a pretender gerenciar una frágil democracia como si se tratase de una negocio privado de administración familiar y sin regulación laboral”.
El Salvador es uno de los países más violentos del mundo y bajar los homicidios fue uno de los principales compromisos de campaña de Bukele. Más allá del aporte de su inusitado estilo comunicacional, una de las principales razones de su éxito ante la opinión pública es el sorpresivo descenso de los asesinatos.
El año pasado fue el menos violento en décadas. Las estadísticas de la Policía Nacional Civil registraron 2.374 homicidios, 974 menos que en 2018. La tasa cada 100.000 habitantes cayó de 50,3 a 37, una disminución difícil de explicar.
Bukele lo atribuye al éxito de su Plan de Control Territorial, que no hizo mucho más que aumentar la presencia policial y militar en las calles. Por más bueno que sea el programa, ningún gobierno puede implementar a la perfección una política tan compleja a los pocos meses de haber asumido. Por otro lado, los resultados se empezaron a notar desde junio, cuando los nuevos funcionarios aún estaban decorando sus despachos.
Hay un antecedente de una baja similar. El Salvador terminó 2011 con una tasa 70 homicidios cada 100.000 habitantes, pero al año siguiente cayó a 40,8 y en 2013 a 39,6, prácticamente el nivel de 2019. Fue luego de una controvertida tregua pactada por el gobierno de Mauricio Funes (FMLN) con los principales líderes de las maras, las temibles pandillas salvadoreñas que controlan las actividades ilícitas en el país.
En 2014 el pacto se rompió y los homicidios volvieron a trepar, hasta llegar al récord de 6.566 en 2015, una tasa de 103 cada 100.000 habitantes. Si bien no hay indicios de que el Gobierno haya negociado una tregua similar, la principal sospecha es que las propias organizaciones decidieron bajar el perfil ante el cambio de mando, a la espera de obtener algún beneficio, como contó Infobae meses atrás.
“Ha quedado clara la incoherencia en el discurso de Bukele. Aunque la cantidad de homicidios se ha reducido de ocho o nueve por día a tres o cuatro, las extorsiones hechas por las maras continúan y su control en los territorios no ha cambiado mucho a pesar del optimismo de la propaganda gubernamental. Pero en los primeros días de febrero la estrategia de comunicación pasó de ese optimismo a la alarma. Bukele expresó que el país estaba en emergencia por la inseguridad y que eso ameritaba una sesión extraordinaria del Congreso para que se le aprobara la negociación del préstamo. No se sabe ya si en la cabeza del presidente la situación de seguridad está controlada o se ha desbordado”, afirmó Hernández.
En cualquier caso, la contundencia de las estadísticas es la punta de lanza de la estrategia presidencial para poner a la población de su lado en la guerra contra sus adversarios políticos. Bukele sostiene que los 109 millones de dólares del BCIE son indispensables para comenzar con la Fase III de su Plan de Control Territorial, y creyó que ese argumento iba a ser suficiente para convencer a la oposición legislativa de darle el gusto. Pero se equivocó.
ARENA, que en un primer momento había dicho que iba a acompañar la aprobación del préstamo, anunció la semana pasada que prefería estudiar mejor el tema. La oposición especula. Sabe que no puede conceder al presidente todo lo que pide sin ofrecer ningún tipo de resistencia, porque se expone a su propia desaparición.
Si Bukele hubiera tenido la inteligencia de esperar y limitar la presión a las redes sociales que tan bien maneja, podría haber terminado fortalecido frente a una Asamblea que pone palos en la rueda. Pero su incapacidad de soportar un pequeño freno desencadenó un caos que lo expuso y lo debilitó.
“El mayor responsable de esta crisis es el presidente —dijo Hernández—. En su arrebato por presionar a la Asamblea Legislativa cometió el error más grande en estos ocho meses que lleva de gobierno. No hay excusa válida que justifique el haber puesto el país al borde de un Golpe de Estado en pleno siglo XXI, ni el haber utilizado a la Fuerza Armada con fines políticos, muy al estilo de los militares en aquellos años más oscuros del siglo XX en El Salvador”.
Desde la ONU, la Unión Europea y Estados Unidos, hasta organizaciones de derechos humanos como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, la reacción del mundo fue casi unánime. Todos manifestaron su preocupación por el avance del Ejecutivo sobre el Parlamento.
La intervención de la Corte Suprema respaldando al Parlamento no le dejó muchas alternativas. “Aunque no compartamos lo resuelto por la Sala de lo Constitucional (…) acataremos la orden emanada”, sostuvo el Gobierno en un comunicado. Pero Bukele no muestra ninguna señal de arrepentimiento. “Tal vez todo este impasse con los diputados se pudo haber evitado, negociando de la forma que se hacía siempre: con maletines negros. Pero prometimos cambiar El Salvador, y eso es lo que vamos a hacer”, tuiteó el jueves a la noche.
La Asamblea Legislativa volverá a reunirse en una convocatoria ordinaria el próximo lunes para discutir qué hacer con el crédito. Sin importar lo que resuelva, lo más probable es que continúe el conflicto de poder, al menos hasta las elecciones parlamentarias de febrero del año que viene.
“El episodio del pasado domingo muestra la fragilidad de la democracia salvadoreña y la existencia de un terreno fértil para la rápida activación de conflictos políticos que pueden poner en riesgo la relativa estabilidad política de la que ha gozado El Salvador en los últimos años. Posiblemente debido a las presiones internacionales, la confrontación abierta bajará en los próximos días, pero se generarán condiciones para que avance un conflicto de baja intensidad, que puede escalar en el contexto de las elecciones de 2021. Si Bukele logra alcanzar la mayoría en la legislatura, podría iniciar la modificación de algunas normas que han regido el juego democrático y comenzar a instaurar un régimen con características autoritarias”, advirtió Aguilar.
Autoritarismo millennial
Bukele empezó a dar muestras preocupantes de su escaso apego a los valores democráticos desde el día que asumió. En Twitter se presentaba como “Presidente de la República de El Salvador, Jefe de Estado, Jefe de Gobierno y Comandante General de las Fuerzas Armadas”.
No era muy difícil ver en esa acumulación de atribuciones una necesidad de exhibir autoridad, ya que ningún otro presidente latinoamericano siente la necesidad de aclarar que es también jefe de Estado y de Gobierno y comandante de las Fuerzas Armadas. Quizás por eso terminó cambiando su bio, y ahora se fue al otro extremo: “Papá de Layla”, es lo único que dice.
En su primera noche como presidente estrenó una fórmula que repetiría hasta el cansancio: tuits que comienzan con “Se ordena…” y concluyen con alguna disposición. Lo que el Poder Ejecutivo hace habitualmente a través de resoluciones administrativas y decretos, solo que por Twitter, sin pasar por ningún canal institucional.
La mayoría de las exigencias tenían que ver con el despido de funcionarios del gobierno anterior, expuestos casi como si fueran criminales. Esa dinámica llevó a los ministros a tener que responder por el mismo medio. “Su orden será cumplida de inmediato Presidente”, contesta, por ejemplo, la canciller Alexandra Hill Tinoco.
“Desde su llegada al Ejecutivo, Bukele ha centralizado la mayoría de las decisiones y manejado con elevada opacidad distintos ámbitos y temas de elevado interés público, como las políticas de seguridad —dijo Aguilar—. Desplegó mecanismos ilegítimos de acoso y anulación abierta de opositores, impulsó campañas comunicacionales para movilizar y manipular a la gente a su favor, y alardea de su nivel de respaldo popular, que utiliza para socavar a la oposición. Militarizó aún más la seguridad pública y dio una elevada preponderancia al Ejército. Estamos ante un nuevo ciclo de regresión autoritaria, que amenaza con revertir los pocos avances logrados en estas últimas tres décadas”.
Bukele llegó al absurdo de escribir una noche a sus seguidores “se les ordena que vayan a dormir”. Evidentemente, lo hizo a modo de broma. De la misma manera, se tomó una selfie en el estrado de la Asamblea General de la ONU en Nueva York para mostrar que es un organismo obsoleto, que a la “gente común” no le importa. El problema es que son instituciones como el Congreso o la ONU las únicas instancias en las que se pueden ejecutar políticas consensuadas, que es lo que distingue a un orden democrático de uno autocrático. En las redes sociales no se puede.
En Twitter es muy fácil sentar una posición tajante, pero es mucho más difícil desarrollar una idea compleja. Es más simple pelearse insultando a alguien que intercambiar ideas. Las redes sociales, pensadas para conectar, han sido más eficaces para degradar el debate público y potenciar polarizaciones maniqueas. Bukele es un presidente millennial, hijo de la era de las redes. No debería llamar la atención que sea narcisista e intolerante con las críticas, ni que tenga debilidades autoritarias.
“Lo acontecido no es poco para el proceso democrático salvadoreño, y no se reduce a los desatinos presidenciales. El llamado a la insurrección, la amenaza de ‘apretar el botón’, que hizo pensar a muchos en la aplicación de alguna medida de procesamiento a los legisladores que estaban en supuesto desacato. La afirmación ‘está claro quién tiene el poder aquí’, expresada por el presidente al interior de un edificio legislativo invadido por tropas. Todo ello es apenas el fenómeno, la anécdota de una situación de mayor profundidad. Nada mostró mejor la vulnerabilidad de la democracia que observar a comandos del Ejército con rifles de asalto tomar posiciones en la Asamblea. La presencia mediática del Ministro de la Defensa expresando su lealtad al Presidente como si el Estado se encontrase ante la presencia de un enemigo interno fue otra evidencia de lo poco que nos hemos transformado”, concluyó Ramos.
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