Donald Trump, el primer presidente de toda la historia de Estados Unidos en ser condenado penalmente, prometió en su campaña para la reelección deportaciones masivas, perseguir al «enemigo interior» incluso con el ejército, quitar licencias de canales de televisión críticos y castigar a sus rivales políticos. Donald Trump, el segundo presidente en la historia en lograr mandatos no consecutivos, sigue sin reconocer que perdió en 2020, prometió aranceles a sus vecinos y socios comerciales, amenazó con romper la mayor y más exitosa alianza militar de la historia y terminar la guerra de Ucrania antes de tomar incluso posesión del cargo, aún si eso supone cortar la ayuda militar a Kiev. Donald Trump, el único político contemporáneo que no sólo controla su partido sino que fundó un movimiento, ha mostrado una y otra vez su admiración por todos los líderes autoritarios del planeta, y ha sido definido en el último mes como «fascista» y el «mayor peligro para el país» por los que mejor lo conocen y trabajaron con él en la Casa Blanca. Y a pesar de eso, o precisamente también por eso, los norteamericanos han votado masivamente por él, dándole una victoria arrolladora y poderes casi ilimitados.
Su triunfo ha sido total, indiscutible, desmoralizante para sus rivales. Las encuestas pronosticaban un resultado ajustado, parejo, con los demócratas en todo caso por encima en el voto popular. Trump sacó cinco millones de votos más [el recuento sigue abierto], el primer conservador en 20 años en lograrlo. Destrozó a Kamala Harris en los estados tradicionalmente republicanos, mejoró notablemente en los estados tradicionalmente demócratas y ganó uno detrás de otro todos los estados bisagra, el Cinturón del Sur y el Cinturón del Polvo. Arrasó entre los hispanos, con resultados sin precedentes. Y entre los hombres jóvenes. Lideró a los suyos en una jornada histórica para recuperar el control del Senado y acariciar el de la Cámara de Representantes.
El país se ha ido a la derecha y Harris no sólo no logró reeditar la coalición triunfadora de 2020, sino que ha visto cómo los cambios que se producían, en general, eran en dirección contraria. Un número nada despreciable de ciudadanos han dicho, en voz alta, que prefieren lo que Trump vende, desde el final de la globalización al proteccionismo, de las guerras culturales al abandono de socios históricos, antes que lo que las élites progresistas, con sus políticas identitarias, climáticas, inclusivas, ofrecen. Bill Clinton lo dijo una y otra vez durante el verano: los norteamericanos, en tiempos de zozobra especialmente, quieren líderes que parezcan fuertes, no líderes que tengan razón. Trump dibujó un mundo hobbesiano, violento, peligroso. Un país en decadencia, arruinado, amenazado. Harris uno kantiano, optimista, esperanzado, lleno de oportunidades, «la idea más grande jamás concebida». Está claro quién tuvo más éxito.
Conciliador en la victoria
En la madrugada del martes, eufórico, rodeado de decenas de familiares y amigos cercanos, de Elon Musk a Dana White, el presidente de la principal organización de artes marciales, celebró la victoria sacando su lado más conciliador y pacífico. A ese imperio en declive le prometió una cura rápida e ilusionante. «Vamos a sanar nuestro país. No descansaré hasta tener una América próspera y segura. Va a ser la era dorada de América», aseguró. «América nos ha dado un mandato poderoso y sin precedentes, con el control del Senado. Hemos ganado todo ampliamente, el movimiento MAGA ha ganado. Dios salvó mi vida por una razón: para restaurar la grandeza de América y vamos a cumplir esa misión juntos», recalcó.
A esa hora, Kamala Harris ya había asumido, pero no reconocido, la derrota y se había retirado. No compareció ante los miles de fieles que llevaban horas esperándola en los jardines de la Universidad de Howard, en Washington DC, donde ella estudió. Un jefe de su campaña dijo que hablaría el miércoles, repitiendo el mismo guion que Hillary Clinton en 2016. Por la mañana, antes de su esperado discurso de concesión, llamó al presidente electo, y según su equipo «le felicitó por ganar y habló sobre la importancia de un traspaso pacífico de poderes y de ser un presidente para todos los estadounidenses.
El resultado de este 5 de noviembre es transformador para la sociedad norteamericana, polarizada y dividida en dos, y trascendental para el resto del planeta, de China a Oriente Próximo, de Ucrania a América Latina, pasando evidentemente por la OTAN, Ucrania y Rusia. Es un cliché pero no por ello menos cierto: el mundo estaba en vilo y ahora tiembla.
No sólo se ha impuesto un político, sino una forma rupturista de entender la política, la economía, las relaciones internacionales. Es una victoria que da alas a los regímenes iliberales y autoritarios, que deja noqueados a los rivales, desconcertados a los analistas y en pésimo lugar a los encuestadores, que se refugiaron durante semanas en el empate técnico, incapaces de detectar, una vez más, el respaldo a alguien que ha roto para siempre los esquemas.
En 2015 Donald Trump era un outsider, uno de los mucho por todo el planeta que supo canalizar la rabia, la ira, la antipolítica. En 2024, no. Ya no hay sorpresas, desconocimiento, autoengaños de que sea mucho ruido y pocas nueces. Es exactamente lo que muestra. Ha capitalizado, con un talento innegable y una campaña perfectamente ejecutada, toda la frustración de varias generaciones y por distintos motivos. Ha sabido atraer al republicano de toda vida receloso del Estado y al universo MAGA de escépticos, criptobros, emprendedores, que no sólo no se fían del Estado, al estilo Reagan, sino tampoco creen en la ciencia, los expertos, las agencias federales
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